VIDEOS QUE ME INSPIRAN

VIDEO PARA UNA GRAN MUJER!!!! -------------------------------------------------------- -------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Artistas peruanos se suman a la campaña contra el cambio climático Tck Tck Tck por invitación del MOCICC y Oxfam Internacional. Los líderes del mundo deben asumir en la Conferencia de Naciones Unidas de Copenhague compromisos para enfrentar el cambio climático y salvar la vida en la Tierra. Producción musical: MCD Producciones. Producción del videoclip: Maia Films. Adaptación del tema en español: Milagros Salazar y Cynthia Galicia. EL TIEMPO ES HOY--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

lunes, 29 de junio de 2009

BURGUESES TOMAN CONTROL POLITICO DE HONDURAS




Hace mucho tiempo que en la región no sucedia algo asi, donde han quedado los derechos ganados por los ciudadanos y esa democracia que huye despavorida ante los fusiles y tanques de un gobierno defacto impuesto por el capitalismo y la burguesia.

Donde queda la elecciñon popular y el derecho de todo ciudadano de elegir su propio destino.




donde estan ahora los gobiernos y las organizaciones internacionales, para impedir que se acto de barbarie contra la real democracia se consume en su totalidad.




la pregunta del millon es, cuantos muertos, detenidos y niños indefensos hay hasta el momento, quien cuidara de ellos, quien los protejera.




Rechazo contundentemente esa acto vandalico contra un pueblo en dasarollo y condeno la inercia de los pueblos vecinos y organismos internacionales para devolverle la tranquilidad y estabilidad politica al pueblo hermano de nicagarua.




viernes, 12 de junio de 2009

LA ROSA GITANA

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MENTES EN BLANCO by ENRIQUE VALDEZ is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 2.5 Perú License.

LA ROSA GITANA O ROSA DE CUATRO PICOS

Desde el día en que tuvo su primer sangrado, Soledad supo que los años de la infanciahabían quedado atrás.
No es que su infancia hubiera sido liviana y
despreocupada. Como todas las niñas, apenas
levantaban cuatro palmos, Soledad había
aprendido el duro trabajo en los campos y en
el hogar. Sabía del azote del sol y el cierzo, sus
pies conocían piedras y espinos, sus manos
eran amigas del cayado de pastor, de la rueca
y de la lana, de las duras trenzas de esparto,
de las cáscaras crujientes, que a veces la hacían
sangrar. Nada de eso cambiaría. Pero atrás
quedaban los juegos, robando horas al tiempo;
las canciones bailando en corro, saltar a la
comba en la era, la rayuela y el escondite,
hacer rabiar a los niños, persiguiéndose a
matar…
Se miró en el espejo del armario de su abuela,
aplastando el camisón contra su cuerpo. El
azogue picado le devolvió la imagen blanca y
alargada. El rostro pálido, el cabello trigueño y
los oscuros ojos de terciopelo. Ya no era una
niña. “Eres una mujer”, le decían. ¿Dónde
estaba la mujer?, se preguntó, mordiéndose los
labios. Se volvió de lado. Los senos apuntaban,

audaces. Y sus caderas se ensanchaban.
Parecía un ánfora, de talle estrecho y bajo
redondeado. Se preguntó si bastaba eso. Aún
no tenía quince años. Dentro de aquel cuerpo
de mujer todavía aleteaba una niña.
Y, sin embargo, nunca como aquel día se había
sentido tan vieja.
Habían tenido invitados a comer. Doña
Prudencia y su hijo, Don Nuño Cordero. Sus
padres se habían esmerado, la comida se había
revestido de solemnidad, igual que cuando
venía Don Aurelio, el cura, por Pascua o por
Navidad. Don Nuño era un cuarentón fornido,
alto y garboso, viudo y con tres hijos, además
de una nada desdeñable fortuna en su haber.
Se había afincado en el Val de San Lorenzo y
había abierto un telar. Ganaderos de toda la
comarca le llevaban su lana, el negocio
prosperaba y, se decía, sus mantas se vendían
por toda España, incluso allende el mar.
Soledad temía a Prudencia, mujer enjuta y
severa como estaca de roble, y miró con
aprensión al imponente Don Nuño, su rostro
moreno bien afeitado, sus calzas anchas, la rica
armilla bordada, las polainas y las botas.
Sentados a la mesa, mientras su madre servía
el cocido, ella repartía el pan. Cuando llegó
junto al huésped, sintió sus ojos escrutadores.
El hombre la observó, como quien evalúa una
cabeza de ganado, y ella se sintió desnuda.

Bajó la mirada, modesta, reteniendo su
temblor. Una moza recatada jamás debe levantar
los ojos. Así la habían enseñado. Don Nuño
hizo un gesto aprobador y la conversación
entre él y su padre se animó. Charlas de
arrieros y pastores, asuntos de hombres
adultos. Pero Soledad no se engañaba. Detrás
de las palabras dichas había otras ocultas,
sobreentendidas. Bien sabía, de sobras, de qué
trataban.
Aún le duraba el frío en la piel. Aquella noche,
mientras se peinaba ante el espejo de su
abuela, lloró. Silenciosa, no fueran a oírla.
Cuando la abuela entró, ella ya estaba
acostada, recogida como un caracol, bajo las
mantas. La anciana se tendió a su lado y
Soledad respiró su olor a leña quemada, a
caldo y a rancio. Escuchó el murmullo de
oraciones bajo el edredón. Luego, leve
ronquido. Suspiró. Echaba de menos el otro
lecho, la otra alcoba. La habitación de los niños
y la enorme cama revuelta donde, cada noche,
ella y sus hermanos peleaban por su territorio,
tironeando la colcha, revolviendo las mantas.
Echaba de menos los codazos, las uñas y los
dientes, las risas; las patadas de pie menudo,
el olor a orina y a sudor de niño. Sobre todo
eso. El olor de niñez.
* * *

―Madre, déjame ir, te lo ruego. Déjame hacer
el Camino y besar al Santo. Quiero ofrecerle
mi futuro matrimonio.
La madre movió la cabeza, dubitativa.
―No, hija, no. ¿A dónde vas a ir, tú sola?
Además, empieza la primavera y hay mucha
faena.
―Iré con los peregrinos. Ayer pasó un grupo,
pronto vendrán otros. ¡Tan sólo serán treinta
días! Madre, por favor…
―A ver qué dice la abuela.
La abuela era la autoridad en aquella casa de
arrieros. En el campo mandaban los hombres,
en el hogar la mujer. Sin inmutarse, y sin dejar
de retorcer los copos de lana, la matriarca
escuchó a su hija y a su nieta.
―Déjala ir ―dijo, y su hija enarcó las cejas.
―¿Sí, madre?
La abuela levantó los ojos y los clavó en el
rostro de Soledad. Los abuelos entienden
mejor a los nietos, había oído ella. Pero, aquel
día, lo que vio en la mirada de la anciana fue
distinto. Complicidad escondida, de mujer a
mujer. ¿Acaso leía la abuela los entresijos de
su corazón? ¿Podía adivinar su anhelo, su
hambre de libertad? ¿Podía ver aquel nudo

que la asfixiaba por dentro? ¿Podía vislumbrar
su temor?
―Lo hablaré con Don Aurelio ―decidió la
madre.
Soledad tembló. La palabra del sacerdote era
ley. Pero Don Aurelio, para su sorpresa, vio
con buenos ojos la petición de la muchacha.
Las recibió a ambas, madre e hija, en la
sacristía, de gruesas paredes encaladas,
vetusta y helada como una tumba.
―Ayer estuve en Astorga. Conocí a un grupo
de peregrinos que pasará por aquí, a lo sumo
en un par de días. Podría ir con ellos. Son
gente honesta y viajará protegida. Es buena
cosa, sí, que vaya a venerar al Santo. Que rece
y medite en su vida, antes de convertirse en
mujer casada.
La madre suspiró, resignada.
―Y tú, hija ―añadió Don Aurelio, tomándola
de la barbilla y mirándola con atención―,
ofrece al Señor tu matrimonio y tu virtud de
doncella. Reza por tus padres y por la familia
de tu esposo. Y pide que haga de ti una mujer
santa y piadosa.
Soledad asintió, bajando la vista hasta el suelo.
Sintió los dedos fríos del sacerdote
bendiciéndola, rozando su coronilla. Besó su
mano con respeto y reprimió la sonrisa. Pero
dentro de su pecho volteaban las campanas.
* * *
El Camino. Días de sol, ancho horizonte. El
mundo desplegado a su alrededor, los campos
desnudos y pardos, moteados de encinas; las
rocas albas, asomando como huesos en la vieja
piel de la tierra adormecida, desperezándose
bajo el sol de primavera. El cielo, tendido
sobre ellos. Soledad besó a los suyos, tomó su
bastón y su morral y corrió hacia las afueras
del pueblo. Sus zapatos repicaban en la calle
empedrada, su manteo volaba. No miró atrás.
No quería. Le apenaba dejar a los niños. Su
hermano menor lloriqueaba. Su hermana la
envidiaba, seguro. La madre agitó su pañuelo,
la abuela murmuró sus bendiciones. Doña
Prudencia también estaba allí, plantada como
una estaca. No quiso mirar su cara ceñuda.
El Camino. Soledad se incorporó, alborozada,
al grupo de peregrinos. Dejando atrás el
pueblo, la sonrisa se adueñó de su rostro.
Iba la peregrina
con su esclavina,
con su cartera y su bordón;
lleva zapato blanco,media de seda,
sombrero fino que es un primor.
Las mujeres del grupo la acogieron con cariño.
Era la más joven del grupo, ellas la
protegerían. En total, sumaban una veintena,
todos adultos y, algunos de ellos,
matrimonios. Pero Soledad se fijó
especialmente en uno. En Gonzalo.
Fue saliendo de Santa Colomba de Somoza. El
sol apretaba, habían llenado las calabazas de
agua y reponían fuerzas, almorzando pan y
cecina a la vera del camino. Soledad se sentó
en un tapial de piedra y él se acercó,
tendiéndole un botijo.
―Bebe, peregrinita, que peor que el hambre es
la sed.
Ella aceptó, levantó el botijo y bebió. El hilo de
agua le salpicó el rostro, antes de alcanzar la
boca, y ambos rieron. Cuando le devolvió el
botijo, él estaba sentado a su lado.
Sus miradas se enzarzaron como la hiedra en
el roble. Ella aún tenía los labios mojados. Una
ráfaga de viento le agitó un mechón rubio,
escapado del pañuelo. Los rizos de Gonzalo
eran negros. Negros y relucientes, como sus
ojos.

Lleva rubio el cabello,
tan largo y bello,
que el alma en ello se me enredó;
En la su fina ceja,
de oro madeja,
su amor y el mío se aprisionó;
Pasaron Foncebadón y remontaron el monte
Irago. Allí, junto a la vieja ermita, en la cima
batida por los vientos, los peregrinos
depositaron sus piedras a los pies de la Cruz
de Fierro.
Soledad dejó su laja de pizarra, elevando los
ojos. El poste se le antojó inmenso, irguiéndose
en el azul. Arriba del todo, coronando el
madero, pequeñita y negra, la cruz arañaba el
cielo. “Aquí dejo mis faltas”, se dijo, para sí, y
se arrodilló sobre la pirámide de piedras,
depositadas siglo tras siglo por miles de
peregrinos. “Una montaña de pecados, al pie
de la cruz. ¿Llegará algún día al cielo?”
Descendió con el corazón ligero. Una piedra
juguetona rodó bajo sus pies y se alejó del
montón. Gonzalo la esperaba, sonriente.
Siempre sonreía. Ella le devolvió la sonrisa,
limpia, libre.
―Dejamos atrás nuestras culpas ―dijo. El sol
danzaba bajo sus pestañas.
Gonzalo le tendió la mano.

―Dios perdona siempre ―contestó, con su voz
risueña. Y ella sintió que le brotaban alas.
De los ásperos montes maragatos,
descendieron a los verdes valles bercianos.
Pernoctaron en Ponferrada. Jamás había visto
Soledad ciudad tan grande, tan bulliciosa.
Había estado en Astorga, la capital de su
comarca, y había contemplado, impresionada,
la catedral grandiosa, las casonas nobiliarias,
el Ayuntamiento. Ceñida por su muralla,
Astorga era adusta y señorial. En cambio,
Ponferrada era alegre como una feria,
esparcida junto a las riberas del Sil. Gonzalo la
llevó a ver el castillo y ella soñó, mientras
admiraba las esbeltas torres, los muros
desiertos, las almenas airosas que en otros
tiempos habían contemplado la gloria de los
señores templarios. Él hablaba, desgranando
leyendas, y ella correteaba como una niña,
explorando las ruinas. De pronto, Gonzalo la
detuvo.
―¿Sabes, mi peregrina? Hoy, ahora, aquí… yo
soy tu caballero, y tú eres mi dama. Mi dueña
y señora.
Ella se sonrojó mientras él la tomaba de la
mano, galante. La condujo hasta el muro y la
hizo reclinarse contra la piedra. Soledad sintió
su sombra y su aliento. La mano que le

quitaba el pañuelo, el pelo deslizándose. Y
después sintió sus labios.
―¡No…! ―se apartó―. Gonzalo, eso no está
bien. Vamos, ¡vámonos de aquí!
Él se mordió los labios, contrariado, pero no
rechistó. La siguió en silencio, mientras ella se
anudaba la pañoleta en la nuca y corría hacia
el puente, buscando el casco urbano, la
seguridad reparadora de las calles, de las
gentes, del ruido. Cuando se volvió a mirarlo,
él no sonreía.
En los prados y flores
de mis amores,
a los pastores les pregunté
quién vio a una morenita
peregrinita,
que al alma irrita con su desdén.
Remontaron de nuevo los montes que los
separaban de Galicia y se detuvieron a hacer
noche en el Cebreiro. Allí oyeron misa, a la
caída de la tarde, apretujados en la pequeña
ermita, junto con muchos otros peregrinos. Los
ecos de los cantos resonaban bajo la bóveda
románica de piedra y a Soledad le faltó aire.
Con la espalda oprimida contra la pared, el
pecho rozando los cuerpos extraños, se volvió
hacia Gonzalo, de pie a su lado. Él la tomó de
una mano y se la estrechó. Ella estaba fría, él
ardía. Su calor la reconfortó.
Cuando salieron de la iglesia, en medio del
jolgorio y el vocerío, el sol declinaba sobre los
montes.
―¿Quieres venir conmigo? ―le preguntó él.
―¿A dónde?
―Vamos al alto. Si está lo bastante claro, aún
veremos el mar.
Ella no se hizo de rogar. Deseaba reconciliarse.
Pero, sobre todo, y aún sin querer
confesárselo, deseaba estar con él.
Dejaron abajo el pueblo y caminaron hacia la
cima redondeada, abriéndose paso entre las
urces. Las sombras invadían los valles pero
allí, en la corona del monte, aún era de día.
Gonzalo señaló con el dedo. Atrás, los fértiles
valles del Bierzo, las grises montañas, los
páramos maragatos. Ante ellos, la verde
Galicia. Frondosa, dulce, bañada en brumas.
No se veía el mar. El sol se engalanaba en
chales de oro y violeta.
Sobre ellos, sólo el cielo. Y el viento
susurrando entre los brezos. Soledad se quitó
el pañuelo. Abrió los brazos y respiró hondo.
Su último sorbo de infancia. O quizás de
libertad. Gonzalo la observaba, inmóvil,

mientras el aire le rizaba el rubio cabello,
hinchaba el manteo como vela y jugaba a
enroscarse en su cintura de niña.
…en la oscura maraña
de una montaña
mi peregrina se me perdió
―Soledad…
Soledad. Sí. Soledad inmensa del monte.
Donde nadie los podía ver. Nadie, salvo Dios.
Pero Dios, aquella tarde, se acostó con el sol
poniente.
Se tendieron sobre la yerba. Soledad
contempló el cielo arrebolado, cayendo sobre
ella. Y luego lo contempló a él. Gonzalo llenó
el cielo.
Rieron un poco. Las ropas los aprisionaban.
Ella se desabrochó un botón, él continuó. Los
dedos hábiles abrían la camisa, rozaban la piel,
apretaban su talle. Sintió el lametazo del
viento frío y extendió las manos hacia
Gonzalo. Se aferró a su faja y la estiró.
Forcejearon y rieron de nuevo, mientras la tela
se desenrollaba. Gonzalo se despojó de la
camisa y se inclinó sobre ella. Soledad lo
acarició, primero cauta. El torso era suave y
firme como madero de nogal pulido.
Palpitante. Lo enlazó contra sí. Y las manos de
él descendieron, arremangando las medias,
ascendiendo por sus muslos, buscando el calor
oculto bajo el manteo.
Su peso sobre ella. El cielo. Los bucles negros
cosquilleando sobre su tez. “Dios mío, ¿qué
estoy haciendo?”.
―Gonzalo…
El la besó.
Y ella derramó lágrimas, gimiendo por el
dolor, incrustado en el deleite. Lágrimas por el
gozo prohibido, por el deseo manchado, por la
inocencia perdida. La cordura se hizo añicos,
deshilachada entre los matojos. Él oyó sus
gemidos y los creyó de placer. Se adentró más
en ella, con ahínco. No vio su lágrima, como
perla, deslizándose por su mejilla.
Aquella noche, los peregrinos que se alojaban
en las pallozas esperaron, en vano, el regreso
del alegre Gonzalo y la dulce mocita de pelo
trigueño. Durmieron bajo el techo del cielo,
alumbrados por los luceros, arrullados por el
susurro de los brezos.
* * *
Al cabo de dos días, Gonzalo desapareció.
Nadie supo a dónde había ido. A nadie dejó
aviso. Los peregrinos apenas sabían nada de
él. No conocían su origen, ni su familia. Lo
habían acogido, como un compañero más, sin
hacer preguntas vanas. Apenas llevaba
equipaje, tan sólo su morral y su bastón. Y su
interminable alegría. “Se fue sin dejar rastro”.
“Sinvergüenza, ¡gitano había de ser!”. “Ni
siquiera dijo adiós”. Soledad escuchó, una y
otra vez, las palabras hirientes, clavándose,
como hachazos, en su interior.
Entrados en tierras gallegas, comenzó a llover.
Los pies de los peregrinos chapoteaban en el
fango y la marcha se hacía penosa, bajo el peso
de la lluvia y las capas mojadas. Llovía sobre
los prados, sobre los bosques frondosos, sobre
los helechales. Y llovía dentro de ella. Sentía
hielo en el alma. El resto del trayecto fue
sendero de llanto y espinas.
Y mi pecho afligido,
preso y herido,
por esos montes suspiros dio.
Apenas descendieron el Monte do Gozo, el
pequeño grupo se disolvió en la marea de
peregrinos que se arremolinaban en los
caminos para entrar en Santiago. El cielo aún
era gris y Soledad no vivió la emoción de la
llegada. Tenía el corazón yerto y había
agotado el llanto. “Esa niña”, decían las
peregrinas, compasivas, “esa niña perdió la
sonrisa en el monte”.
La sombra del regreso la acechaba. La
aguardaba algo aún peor. Volvería a su casa
deshonrada. Nunca lo podría ocultar. Aunque
sus labios callaran, aunque su vientre no
engendrara el fruto de aquel amor fugaz, no
podría escapar a la noche de de bodas. Y el
deshonor de la familia sería pregonado a los
cuatro vientos. ¡Su familia! Todos lo sufrirían.
¿Acaso la repudiarían? Ah, antes que eso,
pensaba, más le valiera morir.
* * *
El Botafumeiro surcó el aire, sobrevolando sus
cabezas. Con sordo zumbido, el gigantesco
incensario pendido del techo basculó,
recorriendo la nave del templo de un extremo
a otro. Se alejó, trazando un arco perfecto, y
volvió. Soledad se estremeció, mientras la
nube fragante del incienso se esparcía bajo la
bóveda, mezclándose con el aliento y el sudor
de miles de peregrinos.
Llegó a los pies del Santo y se arrodilló. El
pedestal estaba gastado, como pica de
lavadero, pulido bajo el peso de miles de
rodillas. Besó los pies de piedra y elevó la
mirada. El Santo parecía sonreír, beatífico, con
su túnica, su bastón y su mitra, su hermosa
barba y sus ojos enormes, contemplando la
multitud a sus pies.
―Santiago peregrino, oh Santiño… ¿Qué
puedo pedirte yo, que he perdido la virtud?
Que Dios me perdone, si puede…
¡Perdóname, y ayúdame!
Inclinó la frente sobre la piedra y lloró. Los
ojos le escocieron. Hacía días que se le habían
secado.
―Oh Santiago, Santo Patrón… No permitas
que mi familia caiga en la deshonra. Si es
verdad que obras milagros, ¡devuélvenos el
honor!
Cuando levantó los ojos, el Santo seguía
impávido, con los ojos de piedra perdidos en
la hilera de peregrinos. Detrás de ella, una
mujer la empujaba con rudeza.
―Anda, rapaza, aparta y deja pasar. ¡Que no
tienes todo el día!
Soledad obedeció, sorbiendo las lágrimas, y se
incorporó. Entonces vio algo a los pies del
Santo.
Era un pañuelo. Fino y planchado, con puntilla
de encaje. Sin duda, alguna señora distinguida
lo había perdido allí. Soledad parpadeó. No
recordaba haberlo visto antes… Sin pensarlo
dos veces, lo cogió y se lo metió en el refajo.
* * *
A su regreso, algo consolaba el corazón raído
de Soledad. Al menos, se decía, al menos, no
me he quedado preñada. En el alto de
Manzanal había sangrado de nuevo. Y decidió
no pensar, esperar lo imposible, olvidar lo
inolvidable, para enfrentarse, con pie firme, a
su futuro.
Un futuro, lo sabía, en otro pueblo, lejos de los
suyos, a la sombra del telar y del severo Don
Nuño, el esposo que podía ser su padre,
cuidando de una casa que hacía tres veces la
suya y atendiendo a unos hijos, sus hijastros,
que casi la igualaban en edad. Hilaría lana,
organizaría la matanza y prepararía cocidos. Y
un buen día su vientre se hincharía y
comenzaría a parir hijos. Sus hijos… Se
preguntó si llegaría a quererlos tanto como a
sus hermanos pequeños.
La boda se iba a celebrar en Castrillo, el pueblo
de la novia. Al anochecer, los mozos echaron
el rastro de paja, como mandaba la tradición,
entre la casa del novio y la novia. Como Don
Nuño no vivía allí, lo hicieron desde la casa de
Doña Prudencia, la madre del futuro esposo.
Soledad lo observó con reparo, forzándose a
sonreír, entre sus primas y amigas, que la
jaleaban. De una cosa se alegraba: de no vivir
con su suegra. Confiaba, rezando para sus
adentros, que la temible mujer no frecuentara
su hogar, una vez estuvieran casados.
Pero aquella mañana fatídica, Doña Prudencia
tenía el poder en sus manos.
Al amanecer, la futura suegra se desplazó a
casa de la novia. Soledad permanecía en su
alcoba, ya peinada y aseada, en ropa interior.
Su abuela y su madre la habían ayudado a
ponerse las enaguas y a ajustarse el corpiño. Se
miró en el espejo. Sentada en la cama, pálida
como las prendas que la cubrían, sus ojos la
agujereaban, como abismos sin fondo. La
abuela le acarició el pelo, cariñosa. Su madre
contenía la emoción. Sobre una silla,
reposaban el rico manteo, el dengue bordado y
cubierto de abalorios, el mandil, la toquilla.
Lanzó una mirada a la enorme tiara, que
habían llevado todas las mujeres de su familia,
hasta seis generaciones atrás, y que su abuela
había vuelto a decorar, con mimo, cosiendo
perlas y cuentas de cristal. Nada se había
escatimado para su atuendo de novia. Soledad
aparentaba calma. Pero en su interior el miedo
retumbaba, golpeando su pecho,
atenazándola.
Tomó aliento. El corpiño le apretaba. Sobre el
tocador, al lado de las joyas y junto a la tiara,
yacía el pequeño pañuelo de encaje.
El pañuelo…
Doña Prudencia llegó, con su manteo negro,
su dengue y su pañuelo de seda, tiesa y
severa. Todos en la casa la recibieron con
ceremonia, inclinándose a su paso como si de
una diosa se tratara. La abuela y la madre la
condujeron a la alcoba.
En el patio, parientes, vecinos y amigos se
agolpaban, en bulliciosa multitud. En la calle
sonaban ya los compases del tamborilero. El
novio se acercaba, con su cortejo, y todos los
chiquillos del pueblo correteaban detrás. En la
sacristía, Don Aurelio se colocaba la casulla y
se atusaba el pelo ralo y canoso. El monaguillo
preparaba el incienso y las matronas ancianas
ocupaban ya los reclinatorios a un lado de la
iglesia. Las mozas del pueblo aguardaban,
ataviadas con sus galas coloridas. Aquel día, el
rojo y las lentejuelas, los bordados y el oro,
habían desterrado el negro y el pardo
deslucido. En el cielo, el sol jugaba con las
nubes.
Soledad se tendió en el lecho y cerró los ojos,
al tiempo que oía chirriar la puerta. Dos pasos
enérgicos, cloc, cloc. Doña Prudencia. Cuatro
más, suaves, cautelosos. Madre y la abuela.
Entreabrió los párpados. Doña Prudencia se
inclinó sobre ella y, de nuevo, se sintió como
una res sometida a inspección.
―Déjame que te vea, niña ―la voz de Doña
Prudencia siempre sonaría así, estridente y
rugosa como el graznido de una urraca.
Incorporándose, la muchacha dejó que los
dedos huesudos de su futura suegra apretaran
sus pómulos, se posaran sobre su abdomen y
estrujaran sus senos. Al cabo, Prudencia se
apartó, asintiendo con la cabeza. “He pasado
el examen”, pensó Soledad, “Soy lo bastante
buena. Lo bastante mujer para su hijo. Pero
pronto se dará cuenta de que…”
Tragó saliva, mientras Doña Prudencia sacaba
su pañuelo blanco de hilo almidonado y lo
extendía ante ella. Soledad sintió pánico. Ah, si
pudiera volar… Romper el cristal de la
ventana, saltar al vacío, huir lejos de allí… El
pañuelo.
―Doña Prudencia, quisiera pedirle que utilice
ese de ahí.
La mujer se detuvo, sorprendida. Soledad se
oyó decir a sí misma, con audacia impensada,
señalando el tocador:
―Es un pañuelo que traje de Santiago, expreso
para la boda. Está bendecido por un canónigo,
a los pies del Santo Patrón… Le ofrecí mi
matrimonio al Santo y lo guardé para este día.
Se lo ruego, úselo hoy.
Doña Prudencia frunció el ceño y murmuró
algo entre dientes, mientras tomaba el
pañuelo. Lo desdobló, lo palpó y también
debió juzgarlo lo bastante bueno. Soledad
respiró cuando la vio besar la cenefa de encaje.
Lo creía bendecido, sí.
Meticulosamente, bajo la atenta mirada de las
otras mujeres, Doña Prudencia dobló el
pañuelo. Un doblez, dos, tres. El cuarto
afilado, con el pico. Soledad se tendió de
nuevo en el lecho y abrió las piernas. Su madre
y su abuela, una a cada lado, le apartaron las
enaguas, con delicadeza.
Ahogó el gemido. El miembro de Gonzalo era
duro y grande, pero suave. Había llegado a
añorar su calidez, hiriente y dulce. El pañuelo
era áspero como rama seca. Le rascaba la piel,
desgarrándole las entrañas. Cuando Prudencia
lo estiró hacia fuera, se sintió violada.
La mujer desdobló el pañuelo, mientras
Soledad se sentía morir. Esperaba el grito,
esperaba el horror. No era virgen.
Deshonrada. Su familia, mancillada. Cerró los
ojos.
Silencio. Cuando los abrió de nuevo, le faltó
aire.
A través de un velo de lágrimas, vio los rostros
de su madre y su abuela, enternecidos, y la faz
severa de Prudencia, asintiendo aprobadora,
con el pañuelo abierto entre las manos. Sobre
la fina batista Soledad vio cuatro pétalos de
sangre.

Notas

La rosa de cuatro picos es una expresión para
designar las manchas de sangre que se
formaban en el pañuelo que las ancianas de la
tribu metían en la vagina de las novias, antes
de su boda, para comprobar si eran vírgenes.
No es original mía, sino que la tomo del acervo
maragato. Esa costumbre, por otra parte, no es
exclusiva de su cultura. Los gitanos también
mantienen el rito del pañuelo y sé de buena
fuente que aún se practica en España hoy día.
Los versos intercalados pertenecen a una
canción popular maragata, La Peregrina, que
narra los amores de una moza que va a
Santiago y se pierde por el monte, olvidando a
su amado que la espera fielmente. En este
caso, he tomado los versos que me iban bien
para acompañar las escenas, adaptándolos a la
situación.
Esta historia está inspirada en los maragatos.
Se trata de una antigua estirpe que habitaba
una comarca del noroeste de España, en la
provincia de León. Su origen es incierto. Según
algunos autores, es árabe o morisco (de mauro,
moro), según otros, es celta (por su localización
geográfica y algunas costumbres peculiares,
como la covada).
28
Circulan muchas y variopintas hipótesis
entorno a su cultura. Lo cierto es que tenían
sus tradiciones propias, practicaban la
endogamia y muchos hombres se dedicaban al
comercio o eran arrieros, pues la Maragatería
era una tierra muy pobre, apta para el ganado
y poco más.
Muchos maragatos emigraron a América y
fundaron colonias, especialmente en
Argentina y Uruguay. Se expandieron por la
Patagonia (tal vez les recordaba su duro
terruño…) Hay quien dice que el atuendo
gaucho procede del traje típico maragato:
bombachos, polainas, faja y sombrero de ala
ancha. En la ciudad de Carmen de Patagones
a sus habitantes aún se les llama "maragatos".
Un aspecto que marcó la comarca de la
Maragatería fue el Camino de Santiago, que
desde León a Galicia atraviesa sus tierras. La
Cruz de Fierro es un hito célebre, donde la
costumbre es que los peregrinos dejen una
piedra al pie del poste de la cruz. Actualmente
el pueblecito de Foncebadón, donde se
encuentra, está prácticamente deshabitado
pero hay un albergue de peregrinos que, con el
auge que el Camino ha cobrado en los últimos
años, está muy frecuentado.
La capital de la Maragatería es Astorga,
ciudad muy conocida por sus murallas
romanas, su catedral, el palacio episcopal
modernista, obra de Gaudí, y sus dulces, las
"mantecadas". En tiempos del emperador
Augusto, era la ciudad más importante de la
mitad noroeste de España, y capital de una
provincia romana. Su nombre era Asturica
Augusta, derivado de las tribus celtas de los
astures, que habitaban aquella región antes de
ser prácticamente exterminadas por las
legiones de Julio César.
Ponferrada es la capital de otra comarca
singular, el Bierzo, un conjunto de valles
fértiles a caballo entre Galicia y León. Es
célebre entre otras cosas por su castillo
templario.
El Cebreiro es el último pueblo leonés que se
encuentra en el Camino, antes de pasar a
Galicia. Situado en un lugar alto, entre montes,
goza de una vista espléndida. Su pequeña
iglesia pre-románica ha sido recientemente
restaurada. Las pallozas son las casas típicas
de ese pueblo. Son circulares, de piedra, con
techumbre de paja; algunas son conservadas
como casa-museo y otras han sido habilitadas
como albergue de peregrinos.
Los pueblos que aparecen en el relato
(Castrillo, Santa Colomba, El Val de San
Lorenzo...) son reales y he intentado dibujar
un cuadro lo más realista posible de su
ambiente durante el siglo XIX.

La rosa Gitana o rosa cuatro picos
© Valdez Ruiz, Enrique 2009.

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