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miércoles, 26 de agosto de 2009

CUENTO PARA FRANCISQUITO (EL DINOSAURIO PERDIDO)

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EL DINOSAURIO PERDIDO

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Enrique Valdez
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Original de: Enrique Valdez Ruiz

Con amor para Francisquito Valdez Valderrama


Este cuentito lo hize en mis horas de descanzo en la academia pamer, me demore en escribirlo 3 meses, espero que les guste.


INDICE

LA AVENTURA COMIENZA ……………………………………… 8



LEO SIGUE LA PISTA …………………………………….. 11



ENCUENTROS INESPERADOS …………………………………….. 13



EL DINOSAURIO PERDIDO …………………………………….. 16



RETORNO FELIZ …………………………………….. 19



EL PAIS DE LOS DINOSAURIOS …………………………………….. 22


LA AVENTURA COMIENZA



Había una vez un pequeño e intrépido perrito Schnauzer
llamado Leo, el cual tenia por oficio andar por el mundo viajando,
conociendo y ayudando a resolver sus problemas a todos los
demás animales y personas que encontraba durante sus
recorridos.



En aquella ocasión Leo bajaba por un pintoresco camino de
herradura, saltando alegremente de piedra en piedra, para llegar
al pequeño pueblo que se veía al fondo aposentado en la ladera
de la montaña como una gallina blanca adormilada cuidando de
sus pollitos a la sombra de los numerosos árboles que lo
circundaban.



Brillaba el sol ya camino del ocaso en un cielo poblado de
algunas blancas y pequeñas nubes y soplaba una suave y cálida
brisa que refrescaba el suave pelambre gris de Leo.



Cuando llego Leo al poblado Leo se extraño de encontrar las
calles vacías de personas, pero si escuchaba una tenue algarabía a
lo lejos proveniente al parecer de la Plaza principal.



Leo continuo caminado hasta desembocar en la Plaza Principal
donde encontró reunidos a un gran número de personas adultas,
que parecían muy angustiados los cuales al hablar todos al mismo
tiempo, no le permitían a Leo entender que sucedía.



Entonces Leo se acerco a una señora que estaba un poco
alejada del grupo y lloraba en silencio.



Buenas Tardes Bella Señora, mi nombre es Leo – Saludo.

La mujer dejo de llorar un momento, miro sorprendida a Leo y
le contesto - Buenas Tardes Amable Perrito, mi nombre es Alicia.



Que les sucede, porque se encuentran todos tan agitados –
pregunto Leo.



Ay perrito, nos ha sucedido una terrible desgracia – empezó a
contar la Señora en medio de sentidos sollozos – imagínese que
para ganarnos nuestro sustento, todos nosotros salimos a trabajar
bien temprano, todos los días dejando a nuestros hijos reunidos
en la Plaza Principal del Pueblo para que jueguen y se entretengan
juntos, mientras volvemos en las horas de la tarde. Y ellos se
pasan el día cuidándose los unos a los otros muy contentos.



Pero hoy al regresar de nuestro trabajo, no los encontramos
por ninguna parte, han desaparecido y no sabemos qué hacer.



Ay perrito que va a ser de mi sin mi Juanito – dijo Alicia -. Solo
tiene 3 añitos.



Leo se acerco a la Señora y le dijo – No se preocupe déjeme
mirar, que de pronto yo puedo ayudarles.



Así que Leo desentendiéndose un momento de las demás
personas que continuaban lamentándose desesperadamente,
empezó a caminar por la Plaza del Pueblo y luego por las calles
adyacentes, mirando detenidamente a ver si encontraba alguna
pista de que podía haber sucedido.



De repente Leo observo que por una de las calles que venían
del Bosque hacia la Plaza principal aparecían unas enormes
huellas, que identifico como pertenecientes a un poderoso
Dinosaurio, el cual aparentemente había llegado hasta la Plaza.

Leo continuo su pesquisa con mayor diligencia hasta que más
adelante observo que las mismas huellas salían de la Plaza por
otra calle en dirección al Bosque.



Y con la singular astucia que lo distinguía, Leo se dio cuenta
que las huellas que salían de la Plaza hacia el Bosque, estaban
marcadas más profundamente en el Suelo que las huellas
anteriores; lo cual lo llevo a concluir que el Dinosaurio había salido
más pesado de la Plaza de lo que había entrado, es decir que el
enorme Dinosaurio había salido cargado con los niños hacia el
Bosque.



Inmediatamente Leo tomo la decisión de seguir las huellas,
para ver a donde había llevado el Dinosaurio a los pequeños.



Pero antes se acerco a la Señora y le dijo – Doña Alicia, voy a
dar una vuelta por los alrededores a ver qué encuentro, en cuanto
sepa algo más les aviso.



Doña Alicia le respondió – Gracias Perrito, cualquier cosa que
pueda hacer para recuperar a nuestros hijos se la agradeceremos
inmensamente.

LEO SIGUE LA PISTA



Sin dudar un instante Leo intrépidamente empezó a seguir las
huellas que descubrió, las cuales lo llevaron internarse en un
frondoso bosque el cual apenas dejaba pasar la luz del Sol.



Y Leo camino y camino, hasta que se hizo de noche y para
alumbrarse fue necesario que sacara de la maleta que siempre
llevaba colgada de su hombro izquierdo y apoyada en su cadera
derecha, una linterna.



Valiéndose de este medio de iluminación pudo seguir las
huellas durante varias horas, hasta que las huellas lo llevaron al
lugar más intrincado y solitario del bosque donde se adentraban
en un inmenso túnel que se perdía hacia el interior de una
enorme montaña.



Leo vacilo un momento pero luego respirando con decisión se
interno en el tenebroso túnel que penetraba la montaña y que
apenas iluminaba en parte su pequeña linterna.



Por fin a lo lejos Leo diviso un pequeño resplandor, entonces
apago su linterna para no delatarse, y continuo caminando a
oscuras apoyándose contra la pared del túnel acercándose cada
vez más a la luz.



Cuando llego a la fuente de Luz se encontró en una amplia
caverna, con el suelo cubierto de paja, en el centro una lámpara
ubicada sobre una piedra y con una gran cantidad de niños
tendidos alrededor aparentemente dormidos.



Al no ver a nadie más presente, Leo se acerco y examino a los
niños, dándose cuenta que en los labio de algunos había restos de
una planta que se usa para producir sueño.

Esto tranquilizo a Leo que tenía en su maleta una colección de
Plantas Medicinales, recogidas durante sus numerosas correrías,
una de las cuales era el antídoto para la Planta que la descomunal
bestia había empleado para dormir a los niños y poderlos traer
desde el pueblo.

ENCUENTROS INESPERADOS



Leo preparo las dosis del antídoto, la primera de las cuales la
suministro al niño mas grande, de aproximadamente 8 años, el
cual se despertó muy asustado pero Leo lo tranquilizo diciendo –
Calma, no tengas ningún temor, soy Leo el perrito aventurero,
que he logrado encontrarlos para hacerlos regresar con su Padres.



El niño lentamente se tranquilizo y le respondió – Gracias
perrito, lo ultimo recuerdo es que estábamos jugando cuando de
repente empezamos a sentir unos golpes fuertes que sacudían la
tierra provenientes del bosque y que se acercaban a la Plaza,
luego vimos asomar un monstruo inmenso que con un poderoso
rugido nos dejo paralizados de terror y luego seguramente me
desmaye, hasta ahora.



Si - dijo Leo - seguro todos se desmayaron del susto, pero
luego el monstruo les coloco en sus boquitas unas briznas de
hojas de una planta que produce sueño, para que permanecieran
dormidos mientras los traía a su guarida.



Pero yo tengo el antídoto, de esa manera te pude despertar, y
ahora necesito que me ayudes a ir despertando y tranquilizando a
todos tus compañeritos, suministrándoles las dosis que tengo
listas, primero a los mas grandecitos y luego a los mas
pequeñitos.



Esta labor les llevo algún tiempo, pero al cabo de una hora ya
estaban despiertos y tranquilos todos los 30 niños que resultaron
estar allí, confirmando que estaban todos completos.



Bueno Niños – dijo Leo – ahora escúchenme con atención, voy
a llevarlos de regreso con sus Padres, pero primero debemos salir

de aquí con seguridad, vamos a hacer una fila con los niños más
pequeños adelante y los mas grandecitos atrás, todos cogidos de
la mano.



Muy obedientes los niños cumplieron las instrucciones,
entonces Leo tomo de la mano al más pequeñito al cual pregunto
- Cual es tu nombre?



Juanito – respondió el niño.



Entonces eres el hijo de la Señora Alicia?



Si señor – respondió el niño – usted conoce a mi mamita?



Claro que si – dijo Leo – y muy pronto te encontraras con ella,
pero ahora debemos irnos de aquí, tomame muy fuerte de mi
mano y a tu ves toma de la mano a tu siguiente compañerito y
vámonos de aquí.



En marcha – ordeno Leo



Y empezaron a caminar alumbrados por la linterna de Leo y por
la lámpara del Dinosaurio que llevaba el último de los niños.



Tardaron más de dos horas en llegar a la entrada del túnel
porque tenían que acomodar el paso al de los niños más
pequeños, pero por fin cuando estaba despuntando el alba ya
estaban terminando de salir.



En ese momento se escucharon unos golpes tremendo sobre
la tierra y ruido de las ramas de los arboles que se rompían al paso
de un gigantesco animal.

Los niños empezaron a gritar asustados, pero Leo los
tranquilizo – Tranquilos Niños que aquí estoy yo para defenderlos
y no permitiré que nadie les haga daño.



De repente, se abrieron las ramas de los arboles más cercanos
y apareció la poderosa cabeza de un Tiranosaurios Rex, que dando
un poderoso rugido dijo – Quien eres tú y que haces con esos
niños que son de mi propiedad?

EL DINOSAURIO PERDIDO





Discúlpeme – dijo Leo, sin dejarse arredrar - pero esos niños
son de sus respectivos Padres quienes los están esperando muy
afligidos y preocupados en el Pueblo del cual tu los trajiste.



Nada de eso – rugió el Dinosaurio – cuando yo los encontré
estaban solos y me los traje para que me hicieran compañía
porque me siento muy solo, los pocos humanos que me han visto
huyen despavoridos y no me dejan acercarme para que me
conozcan y se den cuenta que soy inofensivo, yo esperaba
convencer a los niños de que no tienen por qué temerme.



Sus padres tienen que salir a trabajar para obtener su sustento
– explico Leo – por eso estaban solos durante unas horas al día,
pero eso no va a ocurrir de nuevo, porque yo les voy a aconsejar
una solución para que los niños tengan compañía y estén
permanentemente protegidos.



Pero – añadió Leo - se me hace raro que un Dinosaurio como
tu este tan lejos del país de los Dinosaurios que esta my pero muy
lejos de aquí, en la Selva impenetrable.



Es una historia muy larga – relato el Dinosaurio- solo recuerdo
estar muy pequeño jugando con otros amigos, cuando de repente
sentí que las enormes garras de un Pterodáctilo me apresaban y
luego me llevaban por el aire, por encima de las Montañas; luego
de mucho tiempo otro Pterodáctilo ataco al que me transportaba
para intentar arrebatarme de sus garras, enfrascándose en un
combate a raíz del cual me soltaron y caí y caí, hasta las copas de
estos frondosos árboles que amortiguaron mi caída.

Desde entonces – continuo el Dinosaurio - he vivido en esta
cueva que encontré, bebiendo agua de la fuente cercana y
alimentándome de los frutos del Bosque; completamente solo
porque no me atreví a ir a ninguna parte porque no conocía
ningún camino. Luego fueron llegando los humanos a talar árboles
y a recolectar frutos del bosque; pero los que me vieron huyeron
aterrorizados y no volvieron a acercarse por estos lados.



Hasta ayer que decidí buscar donde era que vivían ellos y fue
cuando encontré a estos niños solos y decidí traérmelos para que
me hicieran compañía, el resto ya lo conoces.



Pero entonces tu sabes dónde está el país de los Dinosaurios –
pregunto esperanzado el Dinosaurio -.



Claro que si – respondió Leo – en una muy accidentada
aventura logre llegar allá y créeme que no me quedaron ganas de
de volver.



Pero hagamos un Trato – propuso Leo – permíteme que yo
lleve estos niños junto a sus Padres y te prometo que regreso y
convenimos como puedo llevarte al País de los Dinosaurios, donde
seguramente tus padres y demás familiares te deben extrañar
mucho.



De acuerdo amiguito – dijo el Dinosaurio – pero dime cuál es tu
nombre.



Leo es mi nombre – le respondió el perrito aventurero- y el
tuyo.



Rexie, creo recordar – respondió el Dinosaurio.



Muy bien Rexie – concluyo Leo - Gracias, entonces me voy con
los niños y regreso en la noche, porque el camino es largo.



El Dinosaurio se aparto y dejo que Leo tomara camino del
poblado con su fila de chiquillos, ahora muy contentos de volver a
sus hogares.

RETORNO FELIZ



Tal y como lo pensaba Leo, la caminata les tomo todo el día,
con varias paradas de descanso para reponer fuerzas, tomar agua
de las fuentes del camino y comer de los frutos del Bosque.



Ya casi al ocaso, divisaron el pueblo y los niños caminaron mas
rápido para apresurarse a llegar lo más pronto posible.



En el pueblo estaban reunidos aun los habitantes quienes no
habían podido ir a trabajar ese día y ya estaban por perder las
esperanzas de recuperar a sus hijos.



Cuando de repente la Señora Alicia les dijo – Silencio, escuchen
me parece oír voces de niños provenientes del Bosque.



Todos guardaron silencio y prestaron atención y entonces
escucharon voces de niños aun lejanas que provenían del Bosque.



Son los niños – empezaron a gritar todos entusiasmados –
vamos a buscarlos.



Salieron a la carrera, con el corazón henchido de alegría y no
tardaron en divisar a Leo que venía al frente de la hilera de los
niños quienes venían cantando una tonada.



No tardaron en encontrarse y fue algo inenarrable las escenas
de abrazos, besos y caricias que se prodigaron todos Padres e
Hijos y las lágrimas de dicha que derramaron por el reencuentro.



Leo contemplaba complacido la escena, hasta que la Señora
Alicia lo vio y entonces dijo – Vecinos debemos dar gracias a Dios


que nos envió a este ángel en forma de perrito que nos recupero a
nuestros hijos.



Entonces Doña Alicia les conto a los vecinos como Leo había
llegado el día anterior y al enterarse de la situación se había dado
a la tarea de buscar y felizmente de encontrar y traer de regreso a
sus hijos.



Todos los Vecinos se acercaron, abrazaron y manifestaron su
agradecimiento para con Leo, poniéndose a la orden para lo que
se le ofreciera.



Solo hice lo que cualquiera – manifestó Leo – dar lo mejor de
mí para ayudar a quien este en problemas.



Por ahora – continúo Leo – debo regresar al Bosque a ayudar a
un amigo que también me necesita, ya los niños les contaran de
quien se trata, en otra ocasión regresare con más tiempo para
poder disfrutar de su compañía.



Pero antes de irme – concluyo Leo – les voy a dar un consejo
para que esto no les ocurra de nuevo. Pónganse de acuerdo entre
todos para destinar una casa para que allí puedan estar los niños
seguros y de ir a la ciudad a contratar unos profesores
especializados en atender niños, que se encarguen de cuidarlos y
enseñarles todas las cosas que a los niños les hacen falta, como a
escribir, a pintar, a jugar, cantar, a convivir en paz y alegría;
mientras ustedes se van tranquilos a trabajar con la seguridad de
que siempre van a encontrar a sus niños al retornar.



Muy buena idea – exclamaron todos – la vamos a llevar a cabo
de inmediato, lamentamos que no se pueda quedar, pero le
deseamos lo mejor y lo esperamos cuando quiera volver para
atenderlo como se merece.

Con su natural modestia Leo acepto los buenos deseos de los
habitantes y regreso al bosque en busca de su nuevo amigo.


EL PAIS DE LOS DINOSAURIOS



A Leo le tomo el resto de la tarde y parte de la noche llegar de
nuevo a la cueva donde lo esperaba ansiosamente su amigo Rexie
el Dinosaurio.



En cuanto Rexie olfateo que Leo se acercaba salió de la cueva a
esperarlo, y en cuanto lo vio se apresuro a recibirlo con grandes
muestras de afecto.



Leo que alegría verte de nuevo – manifestó Rexie – cuéntame
cómo vas a hacer para llevarme a mi País?



No te preocupes – respondió Leo – ya lo tengo pensado, pero
ahora déjame tomar agua, algún alimento y dormir lo que queda
de noche y parte del día, porque me encuentro agotado después
de todas las caminatas que me ha tocado hacer.



El viaje contigo – continuo Leo – lo emprenderemos mañana en la
noche, porque la idea es que viajemos de noche y descansemos
de Día, para que no vayas a asustar a los humanos que viven en el
trayecto.



No hallo la hora de partir – exclamo Rexie – pero yo también
necesito descansar, entonces que duermas y descanses muy bien
Leo.



Igualmente Rexie – dijo Leo.



Después de que Leo y Rexie comieron y saciaron su sed, se
lavaron muy bien los dientes, se pusieron sus piyamas, rezaron sus
oraciones y se acostaron sobre la paja de la Cueva de Rexie.



Estaban tan cansados que durmieron de un tirón y solo se
despertaron bien entrada la tarde, en cuanto se despertaron,
fueron a la fuente cercana a bañarse, luego comieron y se
sentaron a hacer su plan de viaje.



Leo saco de su maleta, una libreta de apuntes y un lápiz y sobre
una de las hojas trazo el bosquejo de un Mapa del recorrido hasta
el país de los Dinosaurios, y le explico a Rexie que el viaje les
llevaría aproximadamente 2 meses, viajando de noche evitando
los poblados y descansando de día.



Y para que nos rinda – comento Leo – Tú que eres más grande me
llevaras cargado en tus hombros, mientras estemos viajando.



Claro que si – respondió Rexie – será un placer.



Bien – dijo Leo mirando al cielo – ya esta anocheciendo, es hora
de partir.



Entonces Leo subió a los hombros de Rexie y lo fue guiando por la
ruta prevista.



De esta forma caminaron y caminaron, durante muchas muchas
noches, atravesando tupidas selvas y caudalosos ríos hasta que a
los 2 meses previstos llegaron al pie de unas inmensas montañas
que por lo altas y empinadas ningún ser humano había podido
traspasar.



Muy bien Rexie, hemos llegado – dijo Leo – detrás de estas
empinadas montañas se encuentra el país de los Dinosaurios.



Qué alegría – exclamo Rexie – pero como vamos a subir.



Yo conozco un camino – explico Leo - que es muy difícil para los
humanos, pero que para ti no va representar ningún problema
porque eres muy grande, entonces súbeme de nuevo a tus
hombros y subamos.



Entonces tal y como dijo Leo Rexie guiado por el pudo ascender
fácilmente por el camino, aunque les tomo todo un día llegar a la
cima.



En cuanto llegaron a la parte más alta de las montañas se diviso
un amplio y fértil valle que Rexie reconoció como su hogar.



Gracias Leo – dijo Rexie, con lagrimas de alegría en sus ojos – de
aquí en adelante ya puedo seguir solo y estoy seguro de poder
encontrar a mis padres y demás familiares, con los cuales voy a
vivir muy feliz, cuando puedas volver te espero para atenderte.



No creo que vuelva – replico Leo - porque la ruta que utilice
cuando encontré tu valle en una muy accidentada aventura ya no
existe, se derrumbo apenas logre salir, y la ruta que acabamos de
usar solo la puede usar alguien tan grande como tú.



Por eso – suplico Leo – voy a pedirte el favor de que me regreses
al pie de la montaña para poder seguir mi camino y luego tú
puedas volver a subir a quedarte con tu familia.



Trato hecho – dijo complacido Rexie – sube a mis hombros y
agárrate fuerte que ya te bajo.



Después de Bajar muy rápidamente porque Rexie ya conocía la
ruta llegaron al pie de la montaña donde Leo y Rexie se
despidieron con mucha nostalgia, pues se habían hecho muy
buenos amigos durante el viaje.

Leo – dijo alegre y compungido a la vez Rexie - nuevamente
muchas gracias por ayudarme, seguiré tu ejemplo de estar
pendiente de ayudar a todo el que pueda, y no te olvidare jamás.



Hasta luego Rexie – dijo Leo – que Dios te Bendiga, Ilumine y
Proteja por siempre.



De esta manera se despidieron los 2 amigos.



Rexie volvió a su país encontró a sus Padres y amigos compartió
con ellos las propuestas de Leo de crear unos sitios seguros para
los Dinosaurios Pequeños a cargo de unos mas grandes
especializados en cuidarlos y educarlos, mientras los demás
buscaban el sustento, y de esa forma vivieron felices y comieron
perdices.



Los habitantes del pueblo también hicieron caso de la propuesta
de Leo, crearon un Jardín Infantil a cargo de profesores sabios y
cariñosos quienes, protegieron y educaron a los niños en
adelante, para hacer de ellos ciudadanos de bien y lograr que
todos vivieran felices y comieran perdices.



En cuanto a Leo, tomo unos días de merecido descanso y luego
continúo con sus viajes y aventuras.

miércoles, 12 de agosto de 2009

CUENTOS PERDIDOS (FANTASIA Y TERROR)

1
Déjà vu
“Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
y con los extraños eones incluso la muerte puede morir."
Howard Philips Lovecraft.
Me encontraba en mi auto, conduciendo ya durante horas, en la autopista que se
encontraba a las afueras de la ciudad, una autopista como aquellas rodeadas nada más que
por un vasto campo verde o desierto, que conectan ciudades y que por ende, casi están
vacías a altas horas de la noche. Era medianoche, lo había confirmado los locutores del
programa de radio que estaba escuchando quienes decían: “Y así concluimos nuestra
programación nocturna, esperamos que hayan disfrutado el hermoso canto de Valentina
Sheva y les deseamos buenas noches”. Fue en ese preciso instante, mientras conducía en
la oscuridad únicamente alumbrado por los faros del auto, en el que una clase de
transferencia cortó la transmisión de radio por una clase de ruido extraño, muy similar al
que ocurre cuando se cambia de estación, ese ruido desordenado y caótico. La señal se
había ido. Traté de cambiar de estación, pero en todas se escuchaba lo mismo. Pensé que
mi radio había sufrido un desperfecto y me convencí de aquello. La apagué.
Pasaban las horas y seguía conduciendo. En medio de la oscuridad, sólo podía ver
la parte de la autopista alumbrada por la luz delantera de mi auto con ojos que expresaban
aburrimiento y con párpados que querían caer. El sueño se apoderaba de mí, quería llegar
de una vez a casa, pero el camino, extrañamente, parecía no terminar nunca. A los lados
de la carretera sólo había hierbas y ninguna luz que pudiese alumbrarlas, no había ningún
árbol ni arbusto, todo era plano. Miré la hora en la radio y eran las doce y un minuto. Fue
entonces cuando divisé más adelante un pequeño conjunto de luces al lado derecho de la
autopista, luces que parecían provenir de alguna clase de casa o de faroles. Mi auto se
acercó y decidí estacionarme y bajar de éste para entrar en aquella construcción.
En efecto, pude ver una clase de restaurante con un letrero rectangular ubicado en
el techo de manera horizontal alumbrado por dos luces rojas y que decía: “Bar-
Restaurante”. Había unas cuantas motocicletas estacionadas al lado opuesto de mi auto,
al pie del restaurante. El estacionamiento estaba en el mismo lado de la carretera en el que
estaba el recinto. Caminé hasta la entrada, vagamente alumbrada por una luz mortecina
amarillenta y entré al lugar.
Adentro se sentía una atmósfera cargada y con olor a cigarrillo casi extinto. En el
extremo derecho había una mesa de billar alumbrada por una luz igual que la de la
entrada y con un ventilador en la parte del techo encima de ésta, en la que vi a tres
hombres jugando. Eran corpulentos y vestían como maleantes, parecían rudos. El
ventilador giraba lentamente y era obvio que ese movimiento no aireaba el interior del
lugar. Al otro extremo, había mesas de madera de cuatro patas, las más simples que se
pudiera imaginar uno, en la que estaba sentado un hombre que estaba siendo atendido por
una mesera gorda y gigante, con cara poco amigable. Se estaban diciendo algo que no
llegué a oír ya que lo decían en un tono bajo; pero, al parecer, el hombre le estaba
señalando las cosas que iba a ordenar.
En frente de mí había una larga barra o mostrador en el que se servía, al parecer,
bebidas. En una de las sillas del mostrador, que eran de esas que tienen una sola pata y
que pueden rotar, había un hombre sentado, decaído y deprimido, ciertamente era uno de
los compañeros de los hombres que estaban jugando billar.
1

2
Me dirigí a una de las sillas del mostrador, me senté y esperé a que una mesera me
atendiera. Al fin llegó una y me preguntó con una sonrisa carismática, pero que me
incomodaba en algo:
- Hoy es una buena noche para tomar, ¿no lo cree?
- Claro –respondí con la mirada puesta en otro lugar y casi sin atender sus palabras.
- ¿Qué desea ordenar?
Había escuchado lo que me preguntó, pero estaba demasiado ocupado viendo
cómo la otra mesera de aspecto poco agradable y de físico gigante, seguía atendiendo a
aquel hombre sentado al lado de la mesa. Seguían hablando y parecía que sus expresiones
eran las mismas de cuando entré. Pude, sin embargo, escuchar algo de su conversación:
- ¿Hoy será el día? –dijo la mesera con voz grave y sin ningún signo de emoción o
emotividad, casi como una máquina.
- Por supuesto –respondió el hombre casi con un tono malévolo-, tráeme eso –dijo
señalando con la mirada una botella de vino en un estante alejado.
- Claro, hoy será –volvió a decir la mujer, ignorando la petición que le hizo el hombre
de traerle la bebida, con una monotonía que me pareció tener, en el fondo, algo de
siniestro.
- Sí –le respondió el hombre.
De repente sacudí la cabeza y me la agarré con mi mano, como la persona que le
duele los sesos, y le dije a la mesera que estaba al otro lado del mostrador:
- Lo siento, debo irme.
Volteé sin mirar su expresión y me encaminé hasta la puerta, la abrí y salí del
lugar. Llegué hasta mi auto, encendí el motor y me incorporé otra vez en la autopista.
Me alejé cada vez más del bar-restaurante hasta que sólo podía ver un punto de luz
a través del retrovisor, y después de unos segundos, desapareció. Otra vez estaba solo en
la carretera y ya eran las doce con quince minutos. Las líneas blancas de la autopista
pasaban y no dejaban de pasar, mientras seguía conduciendo. Pasaron quince minutos que
fueron, para mí, interminables, hasta que pude divisar una luz muy adelante en la
carretera. Era, en realidad, un pequeño punto luminiscente, que debía provenir de algún
auto o de alguna construcción más; pero, cuando ya estaba como a doscientos metros de
éste, pude ver que en realidad se ubicaba al lado derecho de la carretera y que provenía de
una construcción.
Ya estaba a veinte metros de ésta cuando pude ver con mayor detalle la
construcción que estaba en frente de mí. Era una clase de recinto, muy similar al anterior
que había visto, y que tenía en el techo un letrero rectangular que decía… “Bar-
Restaurante”. No podía ser menos extraño que sean las mismas de las del otro restaurante,
pero pensé que tal vez haya dos bares restaurantes en esta autopista; no obstante, la poca
tranquilidad que me proveyó esta explicación fue opacada porque no era sólo las letras lo
2

3
que se repetía en ambos lugares, sino también la forma horizontal en que estaba puesto el
letrero, las mismas dos luces rojas que lo alumbraban y lo peor de todo, eran las mismas
ventanas del restaurante anterior y la misma puerta y… las mismas motocicletas; pero, mi
curiosidad fue más fuerte y me hizo estacionar el auto en frente de éstas. Bajé del auto,
me encaminé hasta la puerta del bar-restaurante y entré.
Todo era igual que el recinto anterior. Pude ver que había tres hombres rudos
jugando billar en el extremo derecho del interior del bar, un mostrador en frente de mí y
un grupo de mesas simplonas y en las que, en una de ellas, se encontraba sentado un
hombre que estaba hablando con una mesera grande y de aspecto poco amigable. Estaban
hablando en una voz inaudible.
Algo confundido, me acerqué al mostrador y me senté. Una mesera llegó en unos
instantes para atenderme (era la misma de la ocasión anterior aunque no me había dado
cuenta de eso), parecía sonreír y tener un aspecto carismático; pero, para mí, había algo
obsesivamente siniestro en su interior que me hizo repudiarla. Me miró y me preguntó:
- Hoy es una buena noche para tomar, ¿no lo cree?
Yo, casi balbuceando por la confusión y el creciente miedo, le dije:
- Cla… claro.
Ella permaneció inmutable, con esa sonrisa siniestramente carismática y me
preguntó:
- ¿Qué desea ordenar?
Pero yo no le respondí, ya que, casi instintivamente, fijé la mirada en la mesera de
aspecto poco agradable y de físico mastodóntico, y en el hombre a quien estaba
atendiendo. Parecían decirse algo y vi que sus expresiones no habían cambiado en lo
absoluto de cuando los miré al momento de entrar a este lugar, pero logré escuchar lo que
decían en voz baja:
- ¿Hoy será el día? –dijo la mesera con voz grave y sin emoción alguna, de una forma
apagada y sin vida.
- Por supuesto –dijo el hombre en un tono malévolo--, tráeme eso –volvió a decir
señalando con la mirada una botella de vino en un estante alejado.
- Claro, hoy será –replicó la mesera de una manera siniestramente monótona.
- Sí –le respondió el hombre.
Esta vez, estaba tan confundido, y, creo que ya lo podría decir, el terror se iba
apoderando de mí desde dentro poco a poco, que me paré de la silla, casi como un robot y
salí caminando lentamente hasta la puerta, como si el color arcoíris de la vida se hubiese
escapado de mi cuerpo y de mi alma y me hubiese dejado insípido e incoloro, gris; estaba
lívido, pero aún no era consciente de que, en aquel instante, yo debería de haber sentido
más terror.
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4
Llegué hasta la puerta y la abrí con una mano paralizada. Salí del recinto y me
dirigí a mi auto. Prendí el motor y me entrañé, otra vez, en la carretera rumbo a mi casa.
Mientras manejaba, vi por el retrovisor que mi cara estaba blanca como el papel, pero no
sabía porqué, sólo sentía que el terror se iba apoderando de mí poco a poco sin siquiera
ser consciente de qué significaba aquello que me había acabado de ocurrir.
En medio de la oscuridad de la noche, ya eran las doce con treinta minutos, mi
auto iba solitario por la autopista, sólo alumbrado por las dos luces de la parte delantera
del carro. La radio seguía igual que antes, con ese ruido extraño y que me hacia recordar a
las rayas blancas y negras del televisor cuando se malogra.
Pasaba el tiempo lentamente y yo seguía conduciendo, pero esta vez sí que me
estremecí ya que, por extraño que parezca, me parecía que la carretera no me iba a llevar
a ningún lugar, sólo era infinitamente larga. Era evidente: algo insólito y a la vez
infinitamente extraño estaba pasando.
Y entonces… pude ver… unas luces… otra vez… luces como a cientos de metros
más adelante en la carretera. Me fui acercando cada vez más con mi auto y pude divisar
una construcción que tenía… un letrero alumbrado por… dos luces rojas y que mostraba
las palabras…: “Bar-Restaurante”
No se que me pasó en aquel momento, aquel acontecimiento me aterrorizó aun
más de lo que ya estaba y poco a poco creí saber qué iba a pasar. En mi mente suplicaba:
“¡Por favor, que no pase!”, “¡Por favor, que no pase lo que creo que pasará!”
Pero otra vez, la curiosidad, que no era en lo absoluto inocente, sino culpable y
que me parecía ser cómplice de todo esto, me hizo sentirme atraído hacia aquel lugar. Me
estacioné, una vez llegado a su estacionamiento, y salí del auto. Eran las mismas ventanas
y la misma puerta. Me acerqué a la puerta lentamente y con la mano temblando la abrí,
esta vez clamando aún más fuerte dentro de mí: “¡Por favor que no pase!”, “¡Por favor
que no pase lo que creo que pasará!”,…y entré.
Vi, espeluznantemente…, aquello que tanto había querido que no ocurriera. En el
extremo derecho había una mesa de billar con tres hombres rudos jugando, en el otro
extremo… había un conjunto de mesas de madera simplonas con sillas. En una de las
sillas estaba sentado un hombre conversando en voz baja con una mesera de aspecto
físico muy corpulento y grande y de aspecto poco agradable. En frente de mí había un
mostrador. Los miré a todos, lívido y con terror, como si temiera a que algo malo fuese a
suceder; pero, era evidente: aquello que no quería que pase… había ocurrido. Aun así, me
acerqué al mostrador y me senté en una de sus sillas, temblando. Una mesera se acercó a
mí y con su sonrisa y aspecto siniestramente carismático, casi mecánicamente me dijo:
- Hoy es una buena noche para tomar, ¿no lo cree?
La sangre se fue de mi rostro, ella me miraba sonriente y carismática (aunque
había algo en ella que me parecía obsesivamente siniestro) y yo la miraba paralizado por
el terror y entonces… no pude siquiera hablar, pero ella, maquinalmente y sin
sentimiento alguno, tan sólo adornándolas con su horrenda sonrisa y aspecto superficial
carismático, pronunció las siguientes palabras:
- ¿Qué desea ordenar?
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Pero, yo que tan sólo escuché esto último con terror y horror, tuve que voltear,
paralizado y de tal manera que parecía que mi cabeza no quería hacerlo, a mirar al
hombre sentado en la mesa y la gigante mesera conversando. Con horror aún más intenso,
pude ver que su expresión era la misma de la que había visto al momento de entrar todas
las veces anteriores… ¡era la misma!, y pude escuchar su horrendo cuchicheo inaudible y
de siniestro significado:
- ¿Hoy será el día? –dijo la mujer.
- Por supuesto… tráeme eso –dijo el hombre.
- Claro, hoy será –dijo la mujer.
- Sí –dijo el hombre.
Y de repente, para mi enorme sorpresa, sus palabras se desviaron del círculo
diabólico de repetición inconmensurablemente malévolo y junto con éstas, su mirada. La
mujer mastodóntica volteó los ojos muertos hacia mí y con gravedad, y aún más horrenda
frialdad, dijo:
- Nunca saldrás de este lugar.
La Roca y el Pozo
Llegué a San Marcos después de una no tan larga travesía que me hizo sentir
mareado y cuyos efectos fueron transitorios –aunque en el peor momento del viaje casi
llego a vomitar-. Había tenido tantas ganas de visitar aquel lugar de recuerdos de ensueño
desde la última vez que estuve allí. Siempre he añorado ir a sitios fuera de la capital que
estén ubicados entre las montañas y entre las selvas y que escondan una especie de legado
irreal y de extraordinario significado, lugares donde las fuerzas de las pasadas culturas
convergen de una manera abstracta y que los pueblerinos han tratado de explicar a través
de leyendas y mitos y, en general, a través de su folklore; y ahora, estoy aquí.
Pero para ser más específico, mi familia eligió San Marcos porque allí había
vivido mi madre y porque gran parte de mi familia se encontraba en ese lugar. Yo, en
cambio, lo elegí, otra vez, porque su singular naturaleza, es decir, el aire extraño y puro,
el olor de la lluvia y de tierra mojada, los verdes cerros y la fuerza armonizadora de la
sierra, hacen que surjan nuevas emociones dentro de mí, emociones que se me hace
imposible describir y que, me atrevería a decirlo, nadie más las ha sentido.
Tenía mi maleta en la mano derecha, junto con el órgano eléctrico, y el paraguas
en la otra mano, tratando de evitar que el agua no cayera en el estuche de cartón en cuyo
interior se encontraba mi instrumento musical. Parado en medio de la lluvia, con mi
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madre y hermana mayor a mi lado, esperábamos a que un taxi nos recogiera para
llevarnos a la casa en la que nos hospedaríamos por una semana -ya que yo me
encontraba en vacaciones de verano-, la casa de mi tía Greny. Debíamos apresurarnos ya
que eran tiempos de carnaval y en carnavales las personas tratan de mojar a cualquiera
con globos de agua, incluyendo viajeros.
Mi madre detuvo a un taxi con el brazo y le preguntó el precio, luego ella aceptó y
subimos al auto junto con las maletas. Una vez dentro, el taxi anduvo por las pistas de
tierra mientras que yo miraba a pequeñas hordas de individuos pasar con sus globos en las
manos esperando mojar a alguien desprevenido, felizmente nosotros estábamos dentro del
auto… Veía, también, las casas que hacía tiempo no había visto: casas de adobe gris y
paja, con tejados anaranjados. Observaba, además, los charcos de agua turbia en las pistas
sin asfaltar, la gente en los mercados y los cerros verdes en la lejanía, y escuchaba el
sonido chispeante del agua al impactar con los objetos desde el cielo nublado y gris. Todo
esto me hizo sentir más relajado y feliz, ¡al fin habíamos llegado a San Marcos!
El auto parecía alejarse más y más de la plaza central y se dirigía hasta la periferia
del pueblo. De repente, llegamos hasta otra calle perpendicular a la nuestra y el taxi se
detuvo. Todos miramos a aquella nueva calle. Pude ver que, a los lados de ésta, había
hileras de casas de adobe, de un color casi igual y con pequeños terrenos baldíos y llenos
de hierbas, además de algunas vacas y ovejas por el lugar. Su aspecto parecía ser parte de
la naturaleza y parecía combinarse con el cielo gris y la tierra. Pero pude ver una casa que
sí me llamó la atención: era un poco más grande -como de dos pisos- que las demás y
estaba pintada de blanco. Se notaba un conjunto de rosas muy rojas puestas por encima de
las cercas que rodeaban la casa y que le daban un aspecto más bello que las demás. Lo
sabía, esa casa era nuestro destino, allí iríamos a hospedarnos, ¡esa era la casa de mi tía
Greny!
Cuando el auto llegó hasta allí, una joven mujer como de veinte años y una niña
como de ocho años estaban, al parecer, esperándonos abrazadas. Salimos del vehículo y
sacamos las maletas con cuidado de que no se mojen. Fue mi mamá quien primero corrió
hasta la mujer y la abrazó, saludándola a la vez, para luego ser seguida por mi hermana.
Yo estaba dirigiéndome a esa joven mujer que nunca había visto mientras mi mamá me
decía:
- ¡John, Ven a darle un abrazo a tu prima Emily y a su hijita!
“¿Prima Emily?,” me pregunté, “La única Emily que conozco es una compañera
del colegio”. Le di un fuerte abrazo, algo avergonzado por no saber quién era, y un beso
en la mejilla.
- ¡Hola John! ¿Cómo estás?
- Bien –le dije, aún con la vergüenza, pero sonriente y feliz por ver a una de mis
primas.
La timidez siempre me ha impedido decirles más palabras a las personas que me
preguntan cómo estoy.
Así, después de ese primer saludo cariñoso, nos internamos en la casa en la que
saludamos al esposo de Emily, a su otro hijo –su bebé estaba durmiendo en su cuna,
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impasiblemente- y a mi tía Greny. Esta última se encontraba en la sala. Hubo abrazos y
sonrisas por toda la casa mientras que algunos exclamaban: “¡al fin han llegado!”
Mi tía Greny era una persona de entre treinta a cuarenta años no tan delgada; pero,
con un gran corazón. Era, en realidad, amiga de mi mamá, pero yo le decía “tía” porque
es así como suelo llamar a las personas que no son de la familia pero que están muy
unidas a ella al igual que como hacia con Emily, a quien llamaba prima.
Fue ella quien nos invitó a comer justo después de haber llegado a su casa.
Durante la cena, yo no hablé tanto, tan sólo contestaba las preguntas –algo típico de mi
personalidad- mientras que los otros conversaban sin cesar.
Llegada la noche, una vez ya ubicados en los cuartos correspondientes –yo
dormiría sólo en el segundo piso-, ordené mi habitación junto con mis maletas y ropa y
saqué el órgano eléctrico de su estuche. Me puse a tocar por un rato canciones cortas y
melodías. Mientras lo hacía, miraba, por la única ventana que tenía mi habitación, el
exterior. Ésta me permitía observar un campo al lado derecho de la casa. El campo, ya
oscurecido por la noche, mostraba estar cubierto de pasto y de algunas vacas y cerdos
durmiendo, y, además, después de haber abierto la ventana y haberme asomado
cuidadosamente y puesto atención a los ruidos de su interior, pude escuchar el sonido de
algo, algo parecido a esa clase de chirrido que producen los troncos de los árboles al
moverse por la briza, al chirrido provocado por las ramas de esos árboles y por sus
hojas… eso era lo que podía escuchar. Pensé que tal vez había un árbol allí, aunque estaba
muy cansado para pensarlo. Me dormí hasta el día siguiente.
Tomamos desayuno al siguiente día y, mientras conversábamos, estalló otra
conversación:
- ¿De dónde has conseguido estos nísperos, Greny –dijo mi mamá mientras los
probaba-, están muy buenos.
- Provienen de la planta de nísperos al lado de la casa, en ese campo donde están las
vacas.
- ¿Ah sí?, ¿por qué no van tú y los chicos allá?, sería muy bueno, como para que se
despejen.
- ¡Sí!, Emily, ve tú con Naty y Diego, yo tengo que hacer la comida, de paso que van
viendo el pozo.
- Está bien –dijo Emily con una sonrisa de aceptación.
Al terminar el almuerzo, me cepillé los dientes y me volví a asear, listo para salir
hacia el campo al lado de la casa. Todos se alistaron y al final salimos Emily, mi hermana
Nataly y yo. Entramos al campo por una cerca y nos dirigimos hacia el árbol que daba
nísperos. Me fijé en él, era el mismo que había semi-contemplado la noche pasada.
Emily nos dio instrucciones de cómo sacar los nísperos, pero era más fácil de lo
que pensaba. Para sacar los mejores nísperos, casi intactos, de la copa del árbol, tuvimos
que usar ramas y otras cosas. Finalmente cayeron algunos, y después de limpiarlos, los
probé. Tenían un sabor agridulce, mi preferido.
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El árbol se encontraba casi en el centro de aquel campo llano, el cual estaba
cercado por alambradas en algunas partes y, en otras, por cercas de madera blanca. Fue
cuando terminamos de recolectar los nísperos cuando Emily y los demás se dirigieron
más allá del campo. Nos habíamos alejado tanto de la casa como del árbol cuando
entramos por un camino de tierra muy angosto, que estaba siendo invadido por las plantas
y que conectaba el campo anterior con otro más adelante.
Era un campo aún más grande que en el que se encontraba la planta de los
nísperos. Estaba rodeado de alambradas y era cuadrangular, similar al anterior. Pero no
fue eso lo que tanto me sorprendió – ¿o sí?- sino el hecho de que, justo en el centro de
éste, había una muy bien clavada roca, algo grande. Ellos seguían caminando sin darle
importancia, pero yo me detuve con una mirada de exclamación, y algo extrañado por el
mineral y no se porqué empecé a sentir un leve terror dentro de mí –tal vez sea por la
forma como contrastaba la roca con el campo a su alrededor-.
- ¡Oigan!, ¡miren esto!
Todos voltearon.
- ¡Ah sí! –dijo Emily-, esa es una gran roca. Dicen que cayó desde esas elevaciones
rodando después de haberse desprendido por causa de la construcción que estaban
haciendo allí arriba. Estaban construyendo una pista y creo que fueron los pequeños
temblores provocados por las máquinas los que hicieron que cayera hasta aquí.
Yo escuchaba atentamente mientras surgían rápidamente varias dudas en mi
mente. Cómo es posible que una roca halla caído desde allí rodando y se halla
posicionado tan perfectamente justo en el centro de este campo que estaba pisando yo
ahora. ¡Eso era imposible!, en especial porque, cuando la toqué, me dio la impresión de
que la mitad de ésta estaba bajo tierra. Aquella piedra me impresionó y yo me cuestionaba
acerca de su origen, el cual llegué al extremo de concebir como oscuro.
Salimos de aquel segundo campo para dirigirnos por otro camino de tierra,
rodeado también de plantas, hasta llegar a una especie de piscina hecha de cemento y de
superficie áspera y sin pintar. Lo que tenía en frente era el mal llamado “pozo” ya que
estaba llena de agua oscura. Estábamos, esta vez, rodeados de paredes de cañas de azúcar
y plantas que no nos dejaban ver lo que había en el exterior. Allí, a nuestros pies, se
encontraba el “pozo”. Nos acercamos al filo de éste y contemplamos sus aguas. No era
tan grande, tal vez de unos siete metros de largo por unos cinco de ancho, como una
pequeña piscina. En sus aguas se reflejaban las ramas de las plantas que tapaban el cielo y
a los peces dorados andando por doquier y ubicándose en el extremo opuesto al que
estábamos por el temor que les tenían a los humanos… o tal vez a algo más.
- Este pozo lo construimos hace años –dijo Emily.
- ¿Y qué había antes? –pregunté intrigado.
- Dicen que aquí vivieron dos señores en una cabaña y que luego ésta se hundió y de
allí empezó a emanar agua, al menos eso es lo que dice la leyenda.
Otra vez surgieron dudas dentro de mi cabeza, pero estas las expliqué yo mismo.
Cuestioné que cómo era posible que en un lugar tan alejado pudiesen vivir dos personas,
pero luego pensé que, al igual que los antiguos, ellos podían haber sobrevivido de la
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naturaleza. Pero luego me di cuenta de que esa historia era totalmente falsa –en realidad,
ya me había dado cuenta de eso hacía rato- ya que una emanación de agua desde el
subsuelo se origina mucho antes, durante etapas geológicas inmemoriales, incluso antes
de que esta región halla sido habitada por los hombres.
Nos sentamos en el filo del “pozo” y empezamos a hablar cosas irrelevantes
acerca de los peces, tratábamos de agarrarlos. Yo ya me quería ir cuando Emily dijo:
- Me han dicho que por aquí, en las noches, sale a merodear entre las hierbas una
serpiente gigante y peluda, de color amarillo –yo la escuchaba atentamente como en
las anteriores ocasiones-; pero, la única persona que la ha visto fue un señor que
estaba borracho aquella noche.
Mi atención se dirigió a otro lado cuando escuché esto último. “Claro, ¡tenía que
ser un borracho quien la viera, únicamente él!”. Estaba totalmente convencido de que
aquello no se podría siquiera explicar por el simple hecho de que el testigo estaba ebrio.
Pero sí hubo algo que me intrigó, y fue que Emily me había contado ya tres cosas
de naturaleza poco común en un único día y acerca de un único lugar. Pensé que este
lugar, este campo, debía ser algo no tan corriente en el pueblo.
- Los pueblerinos susurran en las noches y se han pasado voces acerca de… cosas…
cosas que… suceden aquí en las noches –lo había dicho con la voz baja, como si
temiera a que alguien la escuchara.
Nosotros nos quedamos impresionados y dejamos de hacer lo que estábamos
haciendo por tan súbito cambio en su alegre comportamiento. Emily dejó de hablar y nos
dijo:
- Vamos de una vez a la casa, ya debe estar el almuerzo.
Una vez en la casa comí algunos nísperos que había recogido del árbol y almorcé.
Estuve un rato con la familia.
Llegó la noche y me fui a mi cuarto, me cambié y vi mi órgano eléctrico allí, al
lado de la ventana que daba a aquel tétrico campo, esperando a que lo tocara para que él
me hable con los sonidos. Me puse a tocar una canción, “Silent Pain” de Yuki Kajiura,
que llenaba al interior del cuarto de una atmósfera triste y suavemente decaída, era como
si el sentimiento de la canción se hubiese transmitido al exterior en forma de vapor, vapor
invisible e imperceptible para una persona cualquiera, pero no para una como yo; y que le
daba al cuarto un color azulado. Mis dedos se movían en el teclado, pero mi mirada
atendía a aquel otro lugar que podía ver por mi ventana, aquel campo al lado de la casa en
el que acababa de estar y que mi mente relacionaba con las más extrañas cosas.
Y de repente, la fuerza de atracción de aquel lugar fue más fuerte que los deseos
de tocar el órgano y lentamente fui apartando mis dedos del teclado, esta vez, sumido en
la contemplación de aquel campo de infinitos misterios y de aún más horrendos orígenes.
Me preguntaba acerca de la roca clavada misteriosamente en la tierra, acerca de aquellas
leyendas de los pueblerinos y acerca de aquel pozo de aguas insondables en cuyo interior
los peces parecen conspirar bajo la siniestra luz de las estrellas y bajo las ramas de las
plantas que rasguñan el aire y que susurran en la oscuridad.
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Me sentía, esta vez, profundamente atraído hacia aquel lugar no sólo por aquella
fuerza extraña proveniente de quién sabe donde en el interior del campo, sino también por
mi propio deseo de averiguar qué era eso que tanto me perturbaba e incomodaba al
momento de pisar esas tierras y al momento de observarlas desde mi ventana.
Fue así como mi espíritu aventurero me llevó a la impensable decisión de
introducirme en aquel recinto de lo inexplorado y de lo horriblemente… no existe palabra
alguna en mí para describirlo.
Dejé el piano y le di una mirada, pensando que tal vez esa podía ser la última.
Bajé las escaleras y me dirigí a la puerta de entrada de la casa. Les dije que me iba a
recoger algunos nísperos y me autorizaron salir. Una vez afuera, me dirigí hasta la cerca y
la abrí: había pisado el campo maldito.
Me dirigí, en medio de la oscuridad, hasta el árbol de los nísperos, cuyas ramas
cepillaban el aire de una manera muy poco bella, y lo contemplé. No tan grande. Casi el
doble y un poco más de mi estatura. La madera estaba oscurecida por la noche y en el
cielo las estrellas no brillaban, sino más bien impresionaban, eran como los ojos de un
búho…
Pero dejé de ver a aquel árbol para internarme en el campo en donde se encontraba
la roca. Caminé y luego pasé a ese camino de tierra cubierto de plantas. Fue allí, justo
antes de poner un pie en éste, cuando me invadió una sensación de terror, que podría
describir como una clase de nube oscurecida, muy negra, y que me iba envolviendo poco
a poco, como el vapor que impide ver las demás cosas. Era así como podría dibujar en un
papel a ese terror que me iba invadiendo. Algo me decía que no debía internarme más, ya
que la zona a la que estaba apunto de entrar no era segura, en lo absoluto.
Fue una serie de raras circunstancias las que hicieron que me internara en el
interior de aquel camino invadido de plantas de todo tipo. Lo explicaré de esta forma:
sentía como si algo, totalmente, totalmente fuera del mundo que conocía, hubiese, de la
nada, penetrado en mi mente, en lo más profundo de ésta y hubiese hecho algo, algo que
no puedo explicar, ya que no era de este mundo, ¡no lo era!
Fue así como, tan repentinamente, la resistencia que yo ofrecía de entrar en aquel
camino fue totalmente anulada y empecé a sentir mareos. Después me llegó un súbito
cambio a nivel subjetivo: mi curiosidad estaba, anteriormente, nublada y neutralizada por
mi instinto de peligro; pero, ahora, no era así. Ésta se había apoderado de mí por completo
convirtiéndose en la principal fuerza impulsora de aquella travesía y a la vez en la
causante de mi posterior ruina mental.
Así pues, avancé por el angosto camino de tierra, invadido por el miedo y a la vez
por la sensación de que algo iba a emerger de entre las plantas a los lados de la trocha que
ya casi había culminado de transitar. Al llegar al final del camino, la vi. La mística piedra,
que parecía haber provenido de épocas remotas, estaba allí, bien clavada en la tierra
lodosa. Me quise acercar, pero esta vez, ni mi curiosidad lo quiso y me vi obligado a
alejarme de ésta, ir rumbo al pozo y dejar que el destino no sea interrumpido, aunque me
pareció que mientras me alejaba de ella, algo pasó, algo que trato de explicar
canalizándolo a través de un imagen que luego pueda describir con palabras. Lo único que
puedo concebir es el de la figura de una mujer serrana, cubierta de sus vestimentas
multicolores, encima de la elevación de donde, según Emily, había caído aquella roca; y
sentada como si fuera parte de alguna clase de confabulación planeada contra mí.
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Miré aquella elevación y me puse blanco, pero aún así seguí avanzando hacia el
pozo. Pasé por la segunda trocha que conectaba el campo de la piedra con el recinto de
paredes de árboles que rodeaban al pozo y llegué hasta éste. Sus aguas eran negras por la
oscuridad y burbujeaban –algo que no había pasado la última vez que estuve allí-. Era
raro el ver que burbujeaban, era algo inusual –aunque tratándose de aguas subterráneas,
era algo que, tal vez, se podía explicar-. No se porqué lo hacían, pero lo que sea que lo
provocase era algo que no podía siquiera imaginar: mi curiosidad no interfería con el
poder de mi imaginación; pero, no podía permitir que ésta se alinease contra mí al igual
que aquella.
Inspeccioné difícilmente los suelos para ver señal de movimiento alguno o de la
presencia de aquella serpiente gigante amarilla que había mencionado mi prima la vez
anterior. Al ver que no había nada, di la vuelta y me dirigí hacia la casa, pero no fue ni
siquiera después de que halla dado el primer paso cuando el burbujeo empezó a ser más
intenso –en ese momento yo le estaba dando la espalda al pozo- y una niebla blanca como
vapor empezó a emanar de sus aguas alcanzándome por los costados mientras yo estaba
escuchando, paralizado, el cada vez más fuerte burbujeo.
La niebla se volvió más intensa y casi llegó hasta la salida de aquel lugar cuando
escuché el sonido de como si alguien se hubiese tirado al pozo, aquel sonido de agitación
de las aguas. Volteé y pude ver que… algo… algo… emanaba de los vapores por encima
de la piscina, algo… y, junto con éste, un horrendo silbido proveniente de lo profundo de
las aguas. Pude ver que una figura salía de entre el vapor, algo que era indescriptible, pero
que pude entrever vagamente sólo durante un segundo porque después salí de aquel lugar
corriendo con todas mis fuerzas, ya que si me hubiese quedado a observarlo, tal vez me
hubiese vuelto loco.
Mientras corría con lágrimas de terror en el rostro, pasé por aquel campo en donde
se encontraba la roca clavada y llegué hasta la entrada de la otra trocha que lo conectaba
con el campo de la planta de nísperos. Justo antes de entrar al otro camino, me paralicé
muy bruscamente y dejé de correr. Hasta ahora no se porqué lo hice o qué fue el causante
de aquella reacción. Casi sin pensarlo, mi cabeza volteó a mirar a la roca y lo que vi me
dejó asombrado y atónito.
Pude contemplar a unos seres totalmente oscuros –parecían hechos de oscuridad-,
pequeños –probablemente me llegasen hasta la cintura- y algo gordos, unos ocho en total,
que estaban alrededor de la roca. Cada uno tenía un cuchillo en la mano derecha y
saltaban primero sobre el pie izquierdo y después sobre el pie derecho mientras se
desplazaban alrededor de la piedra a modo de un horrendo ritual. Pude ver que la piedra
estaba siendo –no estoy tan seguro de esto, puede que sólo haya sido mi imaginacióniluminada
por la luz de una estrella en particular, una estrella que parecía estar
perfectamente alineada con la roca y que parecía despedir su luz sobre ésta de una forma
similar a la que iluminan a los actores en un teatro con los reflectores. También, me daba
la impresión de que en los arbustos de los alrededores había algo escondido, ya que al
mirarlos vi que parecían irradiar desde dentro una clase de fosforescencia.
No pude aguantar ver aquella horrenda atrocidad por más tiempo y corrí hacia la
casa, directo hacia mi cuarto. Todas las miradas se dirigieron hacia mí mientras corría por
los pasadizos y mientras subía las escaleras. Una vez llegado a mi habitación, me tapé con
las frazadas y no le dije a nadie qué era lo que había visto.
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Pasé los restos de los días de la semana casi traumado, me temblaba la mano al
sujetar el tenedor y la cuchara, y mis familiares se dieron cuenta de eso. Frente a sus
preguntas, yo respondía tanto con evasivas como con mentiras, y es que nadie podría
comprender lo que hubo aquella noche en aquel campo y aunque se los dijese, no me
creerían.
Ahora, siempre que me acuesto, veo por esa ventana, aterrorizado, a aquel campo
con el tétrico árbol moviéndose y trato de observar a aquella estrella –aunque
extrañamente, ya no aparece en el firmamento-, pero no logro detectarla. También trato de
ver entre las tinieblas a aquella roca y a aquel pozo mucho más allá, y, aunque se que es
imposible observarlas desde aquí, siempre las recuerdo en mi mente.
Me alegro que en pocos días me vaya de este lugar, aunque siento pena de dejar a
mi tía y prima allí. Sólo espero que yo nunca logre comprender qué fue lo que emanó de
aquel pozo y que mi imaginación no trate de explicarlo con sus extravagantes
concepciones. Además, estoy terriblemente seguro de que aquella otra visión, el ritual de
aquellos hombres alrededor de la piedra, me seguirá atormentando por el resto de mi vida
al igual que como lo hace ahora.
Recuerdos del Cielo de Espiral
“Prometo que protegeré este recuerdo de las garras
de mis enemigos y que no se lo mostraré a nadie,
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para así seguir viviéndolo aún cuando aquel cielo
no esté presente, lo prometo”
Anónimo
I. Día 1, Jueves. Travesía bajo el rojo del firmamento.
Salimos de la villa el día jueves, después de haber planeado todo y preparado lo
necesario para ir a acampar, en dirección al pequeño campo llamado Tránggong –un
nombre poco común en un país de habla hispana como Perú-, a doce kilómetros al oeste.
Recorrimos aquella distancia a pie y con nuestro equipamiento dentro de las
mochilas que cargábamos en la espalda. Siempre he tenido la particular forma de sujetar
las dos bandas que pasan por mis hombros con las manos. Siempre lo he hecho desde
niño y tal vez nunca me canse de hacerlo. Y es que esa forma de agarrarlas me da una
sensación de mayor emoción, ya que cada vez que lo hago, me veo como un terranauta de
tiempos antiguos en búsqueda de alguna reliquia y no como un simple viajero. ¡Sólo
noten aquella forma tan apagada y aburrida de dejar colgando los brazos de los hombros,
aquella forma que adoptan las personas comunes, sin emotividad alguna! Hasta he llegado
al punto de sentir mareos al verlos así. Felizmente que los de mi grupo, es decir, con los
que estaba yendo a acampar, no la sujetaban de esa forma y no eran, por tanto, gente
común. Todos ellos eran personas particulares y que de seguro guardaban mil hermosas
historias que contar acerca de su pasado, por eso los elegí como mis amigos y
compañeros.
Éramos cuatro en total. Íbamos caminando a paso rápido por un pequeño sendero
de tierra marrón oscura -propias de un bosque que se extendía por decenas de kilómetros
a la redonda y que rodeaba a la villa- e invadido por las hierbas, las pequeñas plantas y
por las ramas de los helechos que parecían asomarse para ver a los viajeros aventurarse
por la trocha. A los lados del sendero había árboles salvajes en su expresión, algunas
palmeras, eucaliptos y arces con sus hojas doradas y rojizas. Parecíamos soldados de
algún ejército enviados a caminar durante horas -incluso llegamos a cruzar pequeños,
muy pequeños puentecillos, hechos de troncos delgados, puestos por encima de varios
riachuelos- bajo aquel cielo rojo anaranjado manchado de pequeños puntos negros alados
que emitían sonidos cuya naturaleza audible tenía una especie de “esencia” que se
ubicaba en la lejanía, que provenían desde allí y que me hacia recordar a los ecos entre las
montañas.
En algunos momentos descansábamos y nos poníamos a comer –sin ensuciar el
ambiente, ya que éramos, o al menos yo lo era, estrictamente ecologistas- y beber agua de
las cantimploras para después continuar con la travesía.
Ésta era, en realidad, hermosa, ya que todos los elementos de la naturaleza,
conjugados como estaban, embellecían el completo entorno profunda y –más importante
aún- superficialmente. El cielo era algo extraordinario, exótico, llamativo y bello. Esto
último, tal vez sólo para mí, ya que no veía que los otros lo observasen tan
admirablemente como yo lo hacía. La pasividad de los árboles y plantas y la coexistencia
entre estos y los demás elementos naturales le daban armonía al lugar. El color de la
esencia de la pureza del sitio parecía ser el amarillo, el cual, aunque era invisible, podía
ser observado tan sólo por mí a través de mecanismos abstractos que no podría explicar
cabalmente –muy probablemente tenía algo que ver con que yo me hubiese sensibilizado
tremendamente estos últimos tres años por leer tanto-.
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Seguimos caminando durante una hora más y finalmente llegamos hasta una zona
perfecta para acampar. Ya era ahora las siete de la noche y debíamos prender la fogata
para tener visibilidad y así continuar con el siguiente paso: armar las carpas.
Una vez hecho todo esto, me tiré al suelo, cansado por el trabajo, miré el cielo y
las contemplé.
- Son hermosas, ¿verdad? –confesó mi compañero quien se acababa de tirar a mi lado,
pero sin echarse completamente.
- Las estrellas… sí –también confesé.
Las contemplamos un momento. Allí estaban la Cruz del Sur, las Tres Marías e
innumerables más cuyos nombres no logro recordar, allí, con ese centelleo palpitante y
entrecortado, en medio de la negrura, también bella, del espacio. De pronto, mi
compañero, mirándolas, me dijo:
- ¿Sabías que cuando vemos el cielo en la noche, junto con sus estrellas, vemos el
pasado?
- ¿En serio? –le contesté, contemplándolas aún más detenida y minuciosamente. Traté
de explicármelo con mis propias fuerzas, pero desistí-, ¿podrías explicármelo?
- En realidad, es pura física lo que interviene en eso. Verás, al momento en que…
Y, así, permanecimos hablando bajo la luz de las estrellas, largo rato.
II. Día 2, Viernes. En la colina de la profunda contemplación.
Al siguiente día, desayunamos, cómo es habitual, y nos internamos en los
alrededores. Había unas colinas tapizadas de arces y pinos y otras pequeñas plantas como
helechos y hierbas. Una vez llegado a una de las cimas de una de las colinas, pudimos
contemplar todo el paisaje que se extendía a nuestros pies, infinito, con sus montañas
lejanas y ríos. Era extravagantemente inspirador, muy similar a cómo se siente contemplar
los paisajes de la sierra norte del Perú. Se siente una fuerza inspiradora proveniente de la
misma naturaleza. Su origen, para mí, sigue sin haber sido definido con exactitud por
personas como yo, aunque puede que yo sea el único que vaya a poder definirlo.
Mientras contemplábamos aquel espectáculo –aunque sólo yo era consciente de la
esencia de éste ya que los otros sólo se limitaban a quedarse mudos y sonreír
estúpidamente y al verlos detectaba la ausencia de expresión alguna de contemplación
profunda y admiración, como la que tenía yo –se sentía que las horas no transcurrían ni
eran, el tiempo había dejado de existir.
Nos quedamos allí, largo rato hasta el atardecer –aunque me extrañó que ninguno
de ellos haya expresado aburrimiento- y otra vez miramos el cielo rojo sólo tapado
parcialmente por algunas nubes ovaladas, idénticas todas, ordenadas de una forma que
parecía que la distancia entre ellas era la misma, y cuyo color era rosado. Un cielo cuya
belleza era indescriptible y de una delicadeza espesa de un arce.
III. Día 3, Sábado. Los seres más grandes del mundo.
Al día siguiente, me sentía diferente. Sentía que todo la mañana mi subconsciente
había entrado en un estado de ausencia y que, por ende, yo no había podido analizar cada
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una de mis acciones más internamente. Era como si las hubiese hecho sin el
consentimiento de mi mente, tan sólo maquinalmente; pero, todas correctamente.
Llegó el atardecer y ocurrió algo totalmente extraño, algo que trataré de explicar
de una forma que, estoy seguro, no se me podrá entender. Era como si una serie de
condiciones se hubiesen cumplido por el hecho de que yo lograse pasar ciertas pruebas,
abstractas –de las que no tenía la menor idea de que se estuviesen ejecutando- y de
naturaleza divina -pero relativa a otro dios, no Jehová-. Una vez cumplidas todas estas
condiciones, el golpe final se me asestó: una especie de campo de fuerza, invisible para
cualquier ojo humano pero no para mí debido a mi profunda sensibilización, me alcanzó y
yo cambié de la persona que era a una persona más delicada y sensible en todo los
sentidos, como si ahora yo fuese el coprotagonista de la realidad, como si hubiese
despertado, como si hubiese mutado y como si hubiese entrado en la atmósfera de un ser
superior, muy superior, y que ahora ya no necesitaba de otros, me refiero a los de mi
grupo de campamento: ellos habían quedado atrás. Era como si me hubiese purificado
para permitirme hacer o ver algo extraordinario más adelante.
Le dije a los de mi grupo que ya deberíamos irnos. Inmediatamente volteé, sin
escuchar lo que me dijeron en respuesta, y seguí mirando el cielo en frente de mí. Como
si yo ya supiera que ellos ya estaban listos para partir, empecé a caminar hacia el inicio
del camino que nos llevaría a la villa mientras seguía mirando el cielo. Y entonces, este
empezó a cambiar a una forma nunca antes vista, ¡nunca antes!, a una forma tan
esplendorosa y de dimensiones bellísimas y exóticas inconmensurables, que igualaba a
los otros que habíamos visto los dos días pasados y que, en cierto modo, los superaba.
Una vez ya en el camino de tierra rumbo a la villa, caminamos durante horas. Me
extrañó completamente que no oscureciese y le consulté a mi reloj de mano: ¡eran las
ocho de la noche!, ¡imposible!, ¡aún era de atardecer! No me fijé en los de mi grupo –tal
vez ellos también se dieron cuenta de ésta superanomalía-, quienes iban detrás de mí, pero
sí estaba completamente extrañado. Lo único que podía hacer era caminar y seguir
caminando. Pasaron varios minutos de silencio entre mis compañeros –a quienes ni
siquiera había dado una ojeada- y yo. Fue entonces cuando, de un súbito impulso, empecé
a correr y, finalmente, ya cuando mi reloj señalaba las doce –el atardecer seguía allí y el
cielo había adoptado una forma extrañísima-, llegué a la villa. Me detuve en su entrada y
luego miré el firmamento.
Mis ojos contemplaron, en aquel momento, algo sumamente impresionante: el
cielo era el más raro que jamás halla visto. Es difícil de describirlo, pero trataré. En
primer lugar, imagínese un cielo rojo, rozado y con un tenue toque de anaranjado. Todos
estos colores combinados. Era algo así, pero eso tan sólo era el fondo, tan solo el color del
firmamento –así como el azul es el color del cielo y no el de las nubes-. Había partes del
cielo que parecían de un puro color rosado y otras de un puro color rojo. Estas partes del
cielo de un sólo color eran similares a una pincelada que se hiciese sobre un lienzo,
rasgada y larga. Me pareció que era algo así, pero, después de haberlo inspeccionado más
a fondo, comprendí que eran nubes las que adoptaban esos tonos cromáticos porque el
color del cielo de fondo se filtraba a través de ellas, cirrus para ser más exacto. Estas eran
las nubes más alejadas de la tierra. Así pues, el cielo y esas nubes eran algo separado,
pero aquí viene lo extraordinario: Entre la superficie de la tierra y aquellas nubes cirrus se
encontraban otras nubes, las más cercanas. Lo hermosamente particular era que éstas eran
como copos de algodón, sí, eran ovaladas, casi circulares, y sin contorno, es decir, se iba
aplicando una clase de calado cada vez más intenso mientras se alejaba del centro de la
nube hasta que ésta llegaba casi a combinarse con el cielo en su parte externa. Estos copos
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de algodón se encontraban agrupados de tal manera que parecían formar los brazos de la
vía láctea, sólo que, en lugar de estrellas, estaban hechos de nubes. Así, estos “brazos”,
conformados por nubes, se interceptaban en lo que vendría a ser el “centro de la galaxia”.
En este centro había una nube en forma de aro y que parecía el ojo de un huracán. Hay
algo que quisiera aclarar: cada brazo estaba conformado por estas pequeñas nubes
ovaladas; pero, éstas no se tocaban entre si ni se fusionaban, sino que dejaban una
separación por la que dejaban ver el cielo en el fondo. Estas nubes eran de un color
rosado y blanco a la vez.
Era tan hermoso este cielo, y que exhalaba una grandiosa magnanimidad, que me
dejó plasmado, con la boca abierta y apoyado sobre mi rodilla derecha, como si hubiese
caído de debilidad por haber visto a un dios. Pero después pude ver algo que me
sobresaltó. Y es que el centro de aquella formación de nubes, es decir, el “centro de la
galaxia”, estaba exactamente ubicado por encima de la villa, para ser más exacto, estaba,
según mis cálculos, ¡por encima del parque y alineado con éste!
Me incorporé y corrí hacia el parque a toda velocidad hasta cansarme. Cuando
llegué, vi algo extraordinario (hasta ese momento, no había visto a nadie en toda la villa,
ningún auto ni a mi grupo). En la villa sólo estábamos yo y aquellos cuatro seres encima
de la rampa para bicicletas en el centro del parque. Me quedé asombrado, totalmente
asombrado. Vi a esas cuatro figuras –eran humanos, eran niños, como de ocho añosalzando
el brazo derecho hacia el cielo, apuntando con estos al centro de aquella
formación de nubes, es decir, a la nube con forma de aro por encima de sus cabezas y que
estaba perfectamente alineada con ellos. De sus brazos levantados se irradiaba una clase
de energía condensada en forma de vapor que se elevaba hasta el cielo, hasta aquella nube
en forma de aro, justo hasta su centro.
Lo comprendí todo. Eran ellos los dioses que habían puesto aquel grupo de nubes
en tan extraña y admirable forma. Fueron ellos quienes habían hecho que aquel campo de
fuerza invisible me purificase con el fin de poder verlos –aunque hasta ahora, no se
porqué me eligieron-. Fueron ellos quienes detuvieron el tiempo e hicieron que todo aquel
miserable de infancia infeliz desapareciese de la faz de la tierra.
Pude ver que aquel flujo de energía pasaba cada vez más fuerte de sus manos
hacia el cielo y entonces pude ver que el grupo de nubes, ordenadas en forma de galaxia
espiral, empezó a rotar alrededor de la nube en forma de aro. El flujo de energía se hacía
más intenso y fue cuando, en una última transmisión de ésta desde sus manos hacia el
cielo, esos seres, esos niños, esos dioses… se elevaron hasta aquella nube en forma de
aro, la atravesaron y una luz de intensidad gigantesca, que me segó por un minuto,
iluminó el sitio y todo el firmamento: se habían ido al lugar que les correspondía en el
espacio-tiempo, fuera de este planeta. Yo me quedé observando aquel espectáculo,
atónito, asombrado, mientras veía a las nubes en formación espiral, que curiosamente
dejaron de rotar alrededor de la otra nube en forma de aro después de que estos seres se
hubiesen ido. El fondo del cielo seguía estático al igual que éstas. Mi reloj señalaba la una
de la madrugada, pero aquí… aquí era de atardecer… el eterno e inmortal atardecer del
cielo… del cielo de espiral.
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En el Nido de los Horrores
Hace tiempo que siempre me he preguntado qué misterios albergará aquel nido de
niños llamado “La Esperanza”, sí que me he cuestionado mucho acerca de aquello.
Incluso en las noches más oscuras, cuando las estrellas no se pueden ver por la fea niebla
por encima de nuestras cabezas, me asomaba por mi ventana y miraba a aquel lugar, a
aquellas aulas, a aquel pasillo oscurecido y aquel patio, a aquellos juegos que me
provocaban pavor y a aquella bandera izada a un lado del teatrín infantil.
Mi mente excéntrica siempre se imaginaba cosas inusuales que pudiesen pasar allí
una vez que los niños ya se hubiesen ido a dormir, cuando los adultos ya hubiesen
terminado su labor de limpieza y cuando la última luz ya se hubiese apagado hace tiempo.
Mi imaginación siempre se ha visto repleta de ideas anormales y no menos
extraordinarias, originadas por mis conclusiones acerca de ciertos temas, propias de un
niño prodigio.
Fue así como, cierto día, no pude aguantar más y decidí internarme en aquel lugar,
una noche. Mi casa se encuentra a la espalda del nido, es por eso que, para llegar a la
entrada, tengo que dar una vuelta a través de la vereda que rodea a éste, mientras observo
su interior, ya que aquellas paredes que la aíslan del exterior están hechas de ladrillos
puestos de tal manera que dejan pequeños orificios cuadrados entre si, numerosos y
simétricamente ubicados, que permiten a cualquiera poder observar lo que hay dentro del
lugar.
Mientras me dirigía hacia la entrada, pude ver que en una de las ramas de uno de
los árboles había un búho, algo realmente inusual en estos lugares; pero, lo extraño era
que sus ojos amarillos y que parecían dos grandes esferas doradas, brillaban de una forma
que me pareció contrastar con la noche neblinosa y con la oscuridad palpable de aquel
árbol de color verde oscuro en el que se encontraba.
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Me detuve a contemplar aquel espectáculo y fijé mi mirada en el búho y él en la
mía –aunque me pareció que me había estado observando hacía ya buen rato- y lo
contemplé con los ojos vidriosos por un instante, para luego seguir por mi camino.
Al llegar a la entrada del nido, el guardián no se encontraba y la puerta estaba, aun
a esas horas de la noche, ¡abierta! Miré, por sobre ésta, el cielo y pude ver que las nubes
negras se apartaban para permitirle a la luna aparecer en el escenario. Su luz clarificaba
mi camino y me interné en aquel recinto, pero con algo de miedo.
Dentro, recordé con asombro los juegos a los que alguna vez admiré de niño y en
los que alguna vez subí en esas épocas de gran felicidad. Con gran admiración eterna me
iba internando cada vez más en el interior del lugar, mientras contemplaba las aulas en las
que había asistido y todas las demás cosas que no podían ser vistas desde la ventana de mi
casa, pese a estar frente al nido.
Llegué hasta el patio principal y contemplé a la bandera flameando e iluminada
por la luna; había un recinto de madera al lado del patio. Me acerqué a sus ventanas para
intentar ver qué había adentro. Éstas eran translucidas y me dejaban ver vagamente las
cosas que había dentro del comedor. Se notaba el contorno de las sillas y mesas, nada
más. Fue mientras miraba a esos objetos cuando pude ver que algo se movió, era la figura
de algo, algo que parecía un hombre; pero, lo particular fue que pasó tan rápidamente de
lado a lado en el interior del comedor que no pude verlo cabalmente a través de esa
translucida ventana.
En ese momento, recordé las ideas y concepciones que había tenido acerca de
aquel nido, ideas que aludían a seres sobrenaturales y entes malignos. No se qué impulso
me hizo rememorarlas en aquel instante –el menos apropiado para pensar en esas cosas,
sin la presencia del sol-, pero, ciertamente, en medio de la oscuridad del patio y erguido
como estaba con la cara y manos pegadas a la ventana, una sensación de horror y terror
me invadió… ¿qué estaba haciendo en ese lugar en medio de la noche, solo! De pronto, la
oscuridad me envolvió y mi ritmo cardiaco aumentó en velocidad, mientras sentía que
algo me oprimía y acechaba en las tinieblas.
Se sentía una fuerza causada por algo maligno y siniestro camuflado en la espesa
oscuridad de ese lugar, que me rodeaba y ahogaba, y que mi mente concebía como a un
hombre internado en la oscuridad, cuyas manos y rostro eran lo único que no estaba
cubierto de tinieblas, tratando de mantener esa fuerza lo más poderosa posible a mi
alrededor mientras que sonreía, como el asesino que sonría al ver a su víctima sufrir hasta
morir; una clase de presión ejercida sobre mí y que aumentaba en dimensión, alimentada
por mi muy rápido creciente terror y que iría a desembocar, muy pronto, en un grito corto
de horror en señal de que aquella fuerza o presión había terminado ya su labor y que
ahora yo entraría en el corazón de lo irreal y lo extraordinariamente… indescriptible.
- ¡Ah! –grité no tan fuertemente, como un grito reservado sólo para mí.
Inmediatamente después, mi cuerpo terminó en una posición fetal, contraído,
como si hubiese estado implorando por piedad, arrodillado, pero con mis brazos tocando
el suelo y sin que mi vientre lo hiciese, con mi frente a centímetros del suelo y mis manos
sujetando los costados de mi cabeza. Había quedado sumido en una clase de
subconsciencia interior casi obnubilada, pero exteriormente, es decir, de lo que era
consciente, había quedado como traumado y a la vez en una clase de parálisis pero no en
el fiel sentido de la palabra, sino más bien, quieto, es decir, con la posibilidad de
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moverme si quisiera, mirando con mis ojos, llenos de vasos sanguíneos y casi salidos, el
suelo, con una expresión que no parecía decir palabra conocida en nuestro vocabulario,
pero eso no quiere decir que estaba mudo, sino que estaba, tal vez, pronunciando palabras
desconocidas en mi mente.
En medio de la oscuridad de tinieblas que no eran, en medio del zumbido del
silencio, en medio del poder sentir con el tacto la contextura de lo existente y que no era
el aire en lo absoluto, en medio de ese peso en mi espalda, parecido a una pared que se
acercase a mí por detrás sintiéndose esa presencia rara, muy diferente al que una persona
o ente viviente se acerque por detrás, propia de los objetos; en medio de mi estado de
derrota, en medio de todo esto, algo había cambiado a un nivel abstracto en el medio que
me rodeaba.
Entonces, todo terminó. Algo o alguien en mí ya sabía que había terminado, que
había terminado de existir aquel mundo donde las reglas de la razón impiden que ocurran
cosas sobrenaturales, aquel mundo regido por parámetros físicos, regido por las leyes de
la naturaleza, donde no existe manifestación alguna de aquel lugar llamado… infierno, y,
aunque seguía presente físicamente en aquel recinto, a nivel intangible y de señales
subjetivas, todo había cambiado, todo.
Había entrado en un mundo donde la ciencia y la lógica ya no podían ejercer todo
el poder del raciocinio sobre los objetos y cuerpos, un mundo en donde las reglas de la
razón ya no valían y, por ende, la existencia era más propensa a caer bajo influencias
apartadas de la realidad por el poder de la luz de la verdad, a caer en una dimensión donde
lo insólito, lo paranormal y, creo yo que ya no hay razón de no mencionarlo, lo oculto, ya
no verían resistencia alguna a manifestarse en todas sus formas.
No obstante, a nivel superficial, mi yo exterior, es decir, quien les narra esto, sí era
consciente de que algo había cambiado, pero a un nivel menos profundo del que mi yo
interno era capaz de entender; aun así no le prestaba la suficiente atención a esa parte de
mí que sabía perfectamente que acababa de suceder un brusco cambio en la abstracta
naturaleza del lugar, a qué tipo de nueva dimensión había entrado. Lo diré de esta forma:
no traté de realizar una introspección dentro de mí para poder así obtener un diagnóstico
de la situación y saber qué tan grave había sido este cambio anómalo, ¡no lo hice!
Me levanté con una expresión que provocaría en una persona sensible una clase de
“corrosión” debido a la “acidez” de aquella; para luego mutarla a una expresión facial que
era una combinación de cansancio, derrota y trauma, y empecé a andar tambaleándome de
lado a lado, pero moderadamente y con los brazos colgando de mis hombros por la
derrota que había sufrido mi mente y por el consecuente agotamiento.
Fue mientras me dirigía por aquel pasadizo tambaleándome y pensando en mi
derrota mental cuando, de la nada, pasó algo totalmente inconcebible, algo totalmente
inimaginable para una mente sobria como la mía, algo sumamente improbable –aunque
en una dimensión como en la que acababa de entrar y en la que las barreras impuestas por
mi mente imposibilitaban el que lo estrambótico no pudiese estar presente, las
posibilidades de que lo extraño e inconcebible se presentase física y rápidamente eran
enormes-: de la horrenda oscuridad del fondo del pasillo hacia la que me dirigía, emanó…
algo… algo que… fue… espantoso y a la vez repugnante…, era una figura diminuta y
deforme que parecía haber sufrido mutaciones, que se desplazaba hacia mí,
aparentemente, gateando, mientras emitía un sonido que provocaba ecos en el pasillo y
que me hizo comprobar instintivamente qué era: “agu”, “agugú”. La horrenda cosa se
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acercaba a gatas mientras yo contemplaba horrorizado y paralizado sus antinaturales ojos,
uno más abajo que el otro, casi a la altura de la boca. Ésta, que se abría y cerraba mientras
pronunciaba aquel ruido cuya naturaleza nada tenía ya ahora de tierna, sino más bien de
naturaleza satánica, me provocaba una especie de reacción adversa al mirarla, similar a la
repugnancia.
Pero también me di cuenta de que el repulsivo y amorfo bebé, que provocaba un
miedo terrible, traía consigo –y e allí la naturaleza del terror presente en él- una clase de
micro atmósfera, una clase de microambiente alrededor de él, algo parecido a un aura y
que no se extendía a más de un metro del recién nacido; pero, lo que la componía era algo
que sólo se notaba casi entre la frontera de lo subjetivo y lo objetivo, proveniente de una
especie de “exhalación” originada por las fuerzas oscuras que componían a aquel ente de
cuatro patas, similar al vapor. Pude apreciar que estaba compuesto de algo que era tétrico,
siendo lo tétrico algo casi observable en ese momento -parecía que lo podía ver, era como
de color morado azulado- y ¡hasta tangible y palpable!, y que se movía, junto con el bebé,
de una manera inimaginable, como reptando con movimientos entrecortados al ras del
suelo, algo similar a cuando el sonido de un disco se raya, como el caos reptante de
Lovecraft. Era completamente macabra.
Si pudiese transmitir lo que me provocaba el horrendo movimiento de aquella
micro atmósfera usaría la palabra “retrógrado”, pero no por su significado sino más bien
por la clase de reacción que me provoca al momento de pronunciarla en la mente, es
decir, por su estricta estructura morfológica compuesta por cada consonante y vocal y por
la forma como suena al pronunciarla ya que la forma como se oye encaja tan bien con
aquel microambiente (lo describe sin palabras y fonéticamente, pero no sintácticamente).
Este ambiente era lo que le daba al cuerpo de bebé andante la naturaleza de antinatural y
de inclinación hacia lo macabro, como salido de una pesadilla profunda.
Involuntariamente, después de haber visto, observado y contemplado aquella
abominación, retrocedí, poco a poco, primero con el pie izquierdo, luego con el otro y,
así, lentamente, me fui alejando de aquella criatura, pero a la misma velocidad, tal vez un
poco más rápido, a la que ella se me acercaba. Mi semi-parálisis me impedía andar más
rápido. Fue en un momento cuando me había alejado considerablemente de aquella
criatura, de la que estoy seguro ya nunca más veré, y cuando ya había salido del pasillo
quedándome a la altura de los salones de clase, es decir, rodeado de estos, cuando…
…el chirriar de la puerta de unos de los salones al que estaba dándole la espalda
me estremeció terriblemente, mi corazón empezó a latir fuertemente y no pasó ni medio
segundo para que yo me fuera corriendo desenfrenadamente hacia la salida del recinto.
Pero, cuando ya estaba como a cinco metros de aquella puerta ya casi entreabierta, mis
oídos pudieron escuchar un grito agudo muy fuerte que casi rompe mis tímpanos y que
aceleró aún más el latir de mi corazón y que me heló la sangre y la piel: era el grito de una
mujer, pero totalmente siniestro –era como el terror del infierno condensado y canalizado
a través de un grito- y como proveniente de las entrañas de usted ya sabe donde… No se
si era por sufrimiento, no lo se ya que era muy difícil de describir.
Aquel grito casi me volvió a paralizar, pero mis ganas y deseos de salir de aquel
aposento de pesadilla eran tan fuertes que me impidieron detenerme, es más, corrí aún
más rápido y llegué hasta la salida, mientras sentía como si una mano me tratase de
agarrar por detrás, como si todos aquellos males me estuviesen persiguiendo, pero como
si no quisieran atraparme, tan sólo quisiesen que siga corriendo y corriendo y que el terror
siguiese apoderándose de mí y muera por él.
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Sólo recuerdo que llegué hasta la puerta de entrada y la golpeé fuertemente hasta
derrumbarla y quedé fuera de aquel nido de niños, tirado en el pasto bajo la luz de las
estrellas, solo. Recuerdo que al salir del nido, aquella fuerza maligna ya no podía
atormentarme más y que, en consecuencia, la tranquilidad volvería a reinar dentro de mí.
Los días que pasaron los sentí tan vivamente que me pareció que aquella
experiencia tan sólo hubiese sido un paréntesis en mi vida, tan sólo algo irreal y de la que
ahora me pregunto sobre su posible verdad o falsedad, si esta fue una pesadilla o no, o si
fue algo totalmente real.
De todos modos, mi memoria permanece fresca y cada vez que me aproximo a mi
ventana en las noches sin luna y contemplo aquel nido de niños; un extraño aire parece
provenir de él, del que me parece escuchar alguna clase de sonido musical suave (alguna
vez alguien me dijo que esa sensación es debido al espíritu del viento, cuyos cantos se
entremezclan con la briza, pero que son imperceptibles para las personas) y que llega en
forma de briza hacia mi rostro, inspirándome con terror.
Veo todos los días a los niños formando, cantando, y a las maestras enseñando,
viéndolos como individuos que no tienen la menor idea de lo que aquel sitio alberga
realmente; lo recuerdo, traumado, cada vez que un recién nacido dice “agugú”, como algo
que no puedo borrar de mis memorias.
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En las Laderas del Tormento
“Mientras más estrambótica es una cosa,
menos misteriosa resulta ser”
Sherlock Holmes
El cerro. Muchas historias han surgido alrededor de éste. Innominado y
temido por los pueblerinos de San Marcos. Y es que este cerro ya estaba aquí antes de que
ese pueblo se erigiese en los terrenos aledaños. Para ser más preciso, este cerro se
encuentra a las afueras de San Marcos, rozando su periferia. Se encuentra al otro lado del
río que separa a San Marcos de la tierra de nadie, es decir, se encuentra en el lado del río
que es tierra de nadie. Esa parte está cubierta de bosques de abetos y pinos pequeños,
como de una altura de doce metros. El suelo está cubierto de hierbas, como cualquier otra
región de la sierra.
La insípida noche dominaba la faz de la tierra, parecía vasta y fuera del tiempo y
las nubes, algo temerosas de ésta, se movían lentamente por el cielo hecho de brizas
heladas y de color negro azulado. Por el camino de tierra, angosto, y de entre la niebla
que se encontraba al ras del suelo, un hombre venía de un pueblo no tan lejano con
dirección a San Marcos. Se encontraba casi a mitad de camino cuando empezó a escuchar
el susurro de las aguas: era el río que rozaba a San Marcos tangencialmente. El hombre se
alegró por un momento porque sabía que eso era señal de que estaba cerca del pueblo;
pero, su alegría se esfumó al ver a aquella otra obra de la despiadada naturaleza. En el
mismo lado del río en el que se encontraba él, vio que se elevaba, como a veinte metros,
un cerro; pero, la impresión que le produjo no fue la que siempre le producían los cerros
que él había visto durante su vida de campesino. Esta vez, al verlo detenidamente, le
pareció que aquello era una excepción de la belleza natural, acomodada al perfil de la
noche, de los alrededores; algo así como si destacase de entre las demás cosas por su
terrorífica peculiaridad que no poseían los demás elementos naturales como los árboles, la
tierra y el cielo. Ese cerro parecía, más bien, oscurecido por algo que no era debido a la
falta de luz. Esa oscuridad no era normal, sino que se inclinaba a ser algo influido por
alguna entidad maligna venida de los confines de otro mundo.
El hombre quedó impresionado por aquello, pero, al saber que era necesario pasar
por ese cerro para llegar al puente que conectaba el área en donde se encontraba con San
Marcos, se llenó de coraje y subió por sus laderas. Los primeros pasos fueron
acompañados de dubitación y algo de temor, pero después pasaron a ser invadidos por el
terror profundo y que hiere el alma. Los árboles, oscurecidos por la noche y que cubrían
el cerro, parecían observarlo, o al menos esa fue la impresión que el desdichado se llevó.
Él, a pesar de todo, seguía subiendo por la ladera y ya iba a mitad de camino cuando…
- ¡Por Dios, qué están viendo mis ojos!- exclamó.
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El hombre había visto algo totalmente impensable y cuya mente se resistía a
aceptar como real, aunque él podía observarlo sin problemas: Se le cruzó, en medio de la
oscuridad, una masa viviente, seguida de otras, más pequeñas, y que iban a un paso medio
rápido. Esos seres, eran, en realidad, animales… si, ¡animales!, ¡eran pavos!, el mayor era
una pava y los demás que le seguían eran sus crías. Pero… lo anormal e impensable era
que su color era…. ¡dorado! Prácticamente, este color los hacia luminosos en medio de la
oscuridad de la noche muerta, luminosos como el oro.
El individuo se los quedó mirando mientras ellos iban desapareciendo entre los
árboles de la ladera, uno por uno. Creo que no hay palabras que puedan describir cual fue
la impresión que se llevó el hombre. Terror, sufrimiento a nivel mental, una locura
incesante que trataba de apoderarse de él desde su interior, extrañeza total e
inconmensurable horror.
Fue en ese momento cuando el hombre empezó a sentirse algo atraído por esos
seres. Parece una locura, pero lo cierto es que empezó a seguirlos desesperadamente y
hasta casi hipnotizado por alguna clase de influencia que ejercían esos animales. Esos
pavos se habían alejado tanto que sólo se podía ver una pequeña luz dorada entre los
árboles, muy en el fondo del bosque, con la que se guiaba el hombre para seguirlos.
El hombre caminó durante largo rato, siguiendo aquella luz dorada que nunca
parecía acercarse y que, más bien, parecía estática –él se aproximaba a ésta, pero esta no a
él-, con una expresión de obsesión en su rostro, hasta que su irremediable destino se
encontró con él, cara a cara: en medio de la oscuridad de la noche sin luna, mientras
corría para alcanzar a los pavos, el sujeto cayó en un hoyo camuflado por la oscuridad y
la niebla al ras del piso. Nunca más se volvió a saber de él.
* * *
Me llamo Tom. Llegué a San Marcos en el mes de Junio, algo deprimido porque
ansiaba llegar en la temporada de las fiestas de carnaval. Fue por motivos económicos por
los que tuvimos que emprender el viaje a mediados de Junio, y no por climatológicos, –
¡las carreteras no están siempre desbordándose!- como muchos de mis amigos creen –
aunque tengo que admitir que me vi en la necesidad de engañarlos para no rebelar en qué
condiciones económicas me hallaba en aquellos momentos.
Llegamos, mi madre y yo, después de un largo viaje desde Lima y después desde
Cajamarca, a la estación principal de arribo en San Marcos. Nos dirigimos, a continuación
y sin perder tiempo –tan sólo nos quedamos maravillados por el ambiente que se sentía-, a
la casa de la amiga de mi madre, en la que nos hospedaríamos. Yo sabía que aquí en San
Marcos se recibía a muchas personas extranjeras provenientes de todas partes del mundo
y que, al igual que yo, solían hospedarse en casa de sus amigos sanmarquinos, ya que en
este pueblo no había hoteles.
Tuvimos que hacer un breve y tedioso viaje a pie hacia la casa de la amiga de mi
madre, que llegó alterar aún más el estado de cansancio en el que me encontraba sumido a
consecuencia de la travesía desde la capital y que no había tenido ninguna pausa, a través
de las calles de tierra húmeda de San Marcos. Aquel olor… de tierra mojada.
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Al llegar a la casa de la amiga de mi madre, ella nos saludó afectuosa y
cordialmente. Después ingresamos a su hogar, en donde nos sirvió el té, y escuchamos
frases de bienvenida departe de ella. Su nombre era Ana.
- ¡Es un placer encontrarte aquí de nuevo, Diana, y a tu hijo Tom!
A continuación nos invitó a ver nuestras habitaciones en donde nos
hospedaríamos. Ya era de atardecer. Ella nos dijo que, extrañamente, no había llovido
durante varios días pero que no nos preocupásemos por nada, que tan sólo disfrutásemos
nuestra estadía en San Marcos; pero, mientras tanto, nos suplicó muy discretamente que la
acompañásemos a la casa de una de sus amigas, ubicada cerca de la suya, como a dos
cuadras de distancia.
- Será su primera salida en San Marcos –nos dijo seguida de una risita.
Así pues, una vez ordenadas todas nuestras cosas en las habitaciones
correspondientes, nos dirigimos a la casa de la amiga de la señora Ana, a pie, por
supuesto, ya que tanto mi madre como yo queríamos disfrutar de una caminata bajo el
cielo rojo de atardecer en un pueblo de la sierra como lo era San Marcos.
Una vez dada esta caminata, llegamos a la puerta de una casucha hecha de adobe.
La puerta, en realidad, estaba abierta y en la entrada se encontraba una señora, algo
anciana, en una silla mecedora. Nos miró con un ojo delicado y luego nos dijo:
- ¡Ana!, ¡qué gusto verte! –luego nos miró a mi madre y a mí-, supongo que ellos son
los invitados. Sean bienvenidos y mucho gusto.
La anciana me pareció mas cordial de lo que parecía, pero mi impresión se vio
interrumpida por el ofrecimiento que nos hizo de entrar a su hogar e invitarnos unas tazas
de té. Los tres entramos y la anciana cerró la puerta detrás de nosotros. Era una casucha
pobre y oscurecida y había una fogata en un extremo del cuarto.
Nos quedamos bebiendo el té mientras Ana y mi madre conversaban con la señora
de edad. Era una conversación en la que se habla de cosas como la situación económica
de nuestras familias, el estado de salud y el desempeño laboral de cada uno. Pero, una vez
que terminé de tomar el té de mi taza, su conversación dio un giro súbito.
- Diana, tú muy bien debes saber acerca de esas historias que tanto han rondado
últimamente por San Marcos, acerca de aquel… cerro maldito.
- No estoy tan segura, señora Marta.
- Dicen que ocurren cosas feas allí. La vez pasada desapareció un hombre en la noche,
hace como dos meses atrás. Lo buscaron por todo el bosque a las afueras de San
Marcos -presuntamente donde se había perdido-, obviamente en el día, pero no lo
hallaron. Después pasaron a buscarlo en las laderas de aquel cerro en donde la
investigación policial continuó durante horas hasta que encontraron un hoyo.
Creyeron que allí se encontraba el hombre, pero, una vez inspeccionado aquel
agujero, no encontraron nada, absolutamente nada, incluso uno de los policías se
introdujo con una linterna y no halló nada. Tal vez la tierra se tragó a ese pobre
desafortunado. Les digo que aquel cerro estás maldito, ¡maldito!
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Nos miramos todos, como encantados por la historia, y yo aún más intrigado que
los demás, bajé la vista para sumirme en mis pensamientos. Después continuó hablando.
- Hay viejas leyendas que dicen que, en la hora mala, como a las seis de la tarde, se te
aparecen cosas en ese cerro. A mi abuelo, que en paz descanse, le ocurrió algo
parecido. Él iba de regreso a San Marcos y tuvo que pasar por aquel cerro cuando vio
a una… ¡pavita de oro!, era dorada y llevaba a sus crías tras de sí, también doradas.
Mi abuelo, que llevaba su machete, el cual es considerado una reliquia que espanta a
los espíritus, se preguntó qué estaba viendo. Justo allí alzó su machete con las dos
manos, gritó una palabrota y luego le hizo dos cortes en forma de cruz a una roca. El
sonido de éste golpe hizo que la visión desapareciese al instante y mi abuelo se
salvase.
- ¡No te puedo creer! –dijo Ana.
- Yo tampoco –dijo mi madre, pero sin rastro alguno de severidad, tan sólo con
sorpresa e impresión.
Pasamos conversando y desviándonos poco a poco de ese tema hasta llegar a
dejarlo de lado por completo. Era algo así como si hubiésemos salido de aquel paréntesis,
por así llamarlo. Al final, todos terminamos de tomar nuestro té y luego nos despedimos
de esa anciana.
Pero yo no podía olvidar sus estrambóticas palabras y, mientras caminábamos
rumbo a la casa –ya era casi de anochecer-, surgían dentro de mí varias dudas e ideas que
me mantenían intrigado, pero las nacientes estrellas lo hacían aún más.
* * *
“La leña se está agotando”, pensé. Después de haber mantenido aquella
conversación con Ana y con Diana –el hijo de esta última me pareció un chico simpático-,
me fijé en la leña: era verdad, ya se estaba agotando. Fui a la parte trasera de la casa, una
especie de jardín o chacra, ya casi sin fuerzas por mi avanzada edad. El ser una anciana
no me facilitaba las cosas, aunque tenía sus ventajas, como los grandes y copiosos
recuerdos de mi pasado que me enorgullecían bastante. Recuerdo que mi abuelo siempre
me decía: “Martita, cuando tengas mi edad, vas a recordar las cosas que ahora no están en
tu memoria… como lo que te estoy diciendo ahora”. Y era verdad, ya lo acababa de
recordar.
Llegué a la parte trasera de la casa, es decir, a la chacra. Los pollos estaban
quietos, pero algo no tan tranquilizador como eso me alteró los nervios debido a su
significado: ya no había más leña en aquel rincón donde se supone que yo siempre la
acumulo. Me sentí mal y fastidiada porque eso implicaba que para mañana no tendría un
desayuno – ¿con qué calentaría el té?-. No quise aceptar aquello y fue por esa actitud casi
engreída de parte de mí que decidí hacer una locura: iría, en medio de esta noche, a traer
leña de las afueras de San Marcos. Estaba muy decidida a ello. La carga no era para mí un
problema ya que yo resistía llevar una cuantiosa cantidad de kilos en la espalda o en los
brazos.
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Fue esto lo que me incitó a materializar mi decisión. Me puse algo de ropa encima
para que el frío no me diese y luego salí de la casa. Las calles estaban oscuras y las
estrellas, como siempre, brillaban de esa forma que siempre me a cautivado desde niña.
Avancé por la plaza y llegué hasta el puente en el río. Lo crucé y llegué al otro lado del
río. Estaba fuera de San Marcos. Fue allí cuando me fijé en el cerro. Aquella extraña
creación de la naturaleza que siempre había condenado y que siempre había puesto el
calificativo de “maldito”. Pero aun seguía vigente mi decisión de conseguir la leña y por
eso tuve que cruzarlo.
Empecé a subir la ladera mientras pensaba en lo que les había dicho a Anita y a
Diana acerca de esta elevación. Me extrañó mucho el hecho de que no escuchase a ningún
animal, solo a los grillos. Lo admito, tenia miedo, mucho miedo. Algo extraño iba a pasar,
lo presentía. Pero yo seguía avanzando. Con cada paso que daba hacia la cima del cerro,
mi terror aumentaba, sentía que fuese a explotar aquello que estaba aguardándome en ese
lugar.
Y entonces, como surgiendo de entre los sonidos de los grillos y haciéndose notar
cada vez más hasta que mi atención se enfocase completamente en ella, se escuchó un
sonido que nunca imaginaría escuchar en ese momento: campanas.
“¿Campanas?, ¡o no!, ¡ésta de seguro es la mala hora!, ¡estoy pasando por la mala
hora!” Me puse a rezar después de eso con fervor y justo fue en aquel momento, a medio
rezo, cuando miré la cima del cerro oscurecido totalmente y cubierto de árboles oscuros
también y que apenas parecían verdes, y vi dos campanas doradas y brillantes. ¡Estaban
levitando por encima de la cima del cerro! Cerré los ojos y me puse otra vez a rezar
llorando mientras que el sonido de las campanas me atormentaba psicológicamente cada
vez más. Se notaba como los badajos chocaban contra el interior de las campanas y
generaban ese sonido que desataba en mí una extraña sensación relativa al terror.
Mis últimas palabras del rezo me salvaron. El sonido desapareció. Sentí cómo la
fuerza de mi rezo hizo que las fuerzas malignas que creaban esa ilusión desapareciesen.
Inmediatamente empecé a corrí ladera abajo directo a San Marcos, aun llorando, y con la
fuerte de decisión de no ver a aquel cerro nunca más de noche. Aquella experiencia me
dejó traumatizada y desde allí no he vuelto a mencionarlo. Ni siquiera lo llamo por su
nombre, tan sólo lo señalo con un dedo tembloroso al momento en que alguien me hace
recordarlo y digo: “allí”.
* * *
Después de llegar de vuelta a la casa de la amiga de mi madre, la señora Ana, me
tumbé en mi cama y me puse a pensar. Soñaba despierto y me seguía intrigando muchas
cosas mencionadas por la señora Marta. Era extraña la actitud que tomó al momento de
referirse a ese cerro que ella llamó como “maldito”. Confieso que no soy tan escéptico y
que soy muy propenso a caer bajo el poder de la sugestión. Es por eso que no se debe
extrañar que ahora esté imaginándome cualquier cosa acerca de aquel lugar que mencionó
tan tímidamente la señora Marta. Quien sabe, tal vez halla monstruos o demonios allí. O
tal vez fuerzas venidas de otros mundos. Hasta me imagino que tal vez una serie de
circunstancias físicas (como por ejemplo, el electromagnetismo de la zona, el hecho de
que esté en una región montañosa, las noches sin luna y la fuerza extraña de las estrellas
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que parecían suplantar a la influencia lunar) hayan provocado todos esos fenómenos
paranormales.
Fue mientras concebía estas cosas cuando me llamaron para la cena. Bajé al
primer piso y llegué a la mesa. Me senté. Había una tasa de leche, te y café. El azúcar
estaba a alejada de mí y los panes también, por lo que tuve que hacer un esfuerzo para
alcanzarlos (estaba solo en la mesa). Mi madre y su amiga llegaron y se sentaron y
empezaron a hablar. Habían estado en la cocina, cuchicheando algo que no podía
entender.
- Y así como te digo, esa es la cuestión –dijo la señora Ana.
- Ya veo, pero porqué no se lo consultas a tu esposo.
- Lo haría, pero aún no ha llegado. Partió, justo antes de que ustedes llegasen a San
Marcos, hacia las afueras del pueblo. Iba a arreglar unos asuntos y de paso se llevó su
machete, por si es que hubiese algún animal salvaje. Tú sabes que a las afueras de
San Marcos hay animales peligrosos.
- Sí, yo comprendo, estoy segura que no tardará en venir…
Me pregunté por el pobre hombre, si es que estaría bien allí afuera. Aún no lo
había conocido.
* * *
“Las cosas no son lo que parecen”, eso es lo que siempre me había dicho mi
esposa Ana. Pero ahora, yo estaba solo. Caminando a través de ese camino de tierra hecha
de lodo, entre los árboles, en medio de la oscuridad, y las estrambóticas estrellas
viéndome. La rareza me perseguía, todo el tiempo. Yo veía, entristecido, lo que me
rodeaba, el cielo nocturno, mientras escuchaba una canción en la lejanía, que no sé de
dónde provenía, y que entristecía el corazón.
De pronto, mi cuerpo pasó a un estado de alerta, como si alguien me estuviese
persiguiendo, pero sentía el horror. De nuevo, escuché aquella monotonía de esa canción
en la lejanía. Eran violines que tocaban una canción estrambótica. Los escuchaba,
mientras corría y a la vez me detenía para contemplar la canción con todos mis sentidos.
Y una vez más, seguí corriendo hasta llegar a al pie de un cerro que, al mirarlo, me
provocaba mucha extrañeza y un sentimiento oscuro. Luego lo contemplé, con nostalgia
total, mientras que suspiraba. Lo vi. Era aquel cerro del tormento escondido entre los
sentimientos de las personas, quienes, engañadas por su hechizo, siempre caían en su
trampa.
Otra vez empecé a correr mientras sentía que alguien me perseguía por detrás, los
violines tocaban rápidamente y el sonido de un piano también se dejaba escuchar, con
aquel ruido estrambótico que hizo que mi mente, sin explicación alguna, me incitara a
pronunciar unas palabras que jamás había escuchado mientras corría y mi cabello no
permitía ver mis ojos: “colina silenciosa”
Pero finalmente, tuve que decidir subir aquel cerro por sus laderas algo enlodadas.
Mientras lo hacia… una extraña sensación me contemplaba, me perseguía, durante las
horas que eran segundos y un hermoso sentimiento en mi interior tintineó como las gotas
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de agua. Mi alma contempló con algo de belleza terrorífica aquella cima del cerro. La
miré y luego me desesperé y caí en un estado de horror tétrico entrecortado. El piano
seguía sonando en la lejanía junto con los violines mientras hacían sonidos de fondo que
llegaban profundamente al alma. Vi el cerro, otra vez, su cima cubierta de árboles, en los
que jamás se ha visto a un ser feliz.
Y de pronto, pude contemplar, al voltearme para mirar atrás al camino por el que
había estado viniendo, una ciudad iluminada que jamás había visto. Me llenó de terror el
verla allí, estática, como si dentro de ésta ocurriesen las cosas más extrañas y horrendas
jamás imaginadas.
Era el maldito cerro, el me estaba haciendo esto, el me hacia mirar aquella ilusión
salida de una pesadilla. El terror se acrecentaba aún más por el sonido de los violines en
la lejanía y del piano. La miré. Completamente horrorizado y paralizado, pero luego
recobré la fuerza que llevaba dentro y saqué mi machete que llevaba puesto en la espalda
y, con un fuerte golpe, hice un corte en cruz sobre una roca, gritando a la vez con todas
mis fuertes para poder salir de esa pesadilla y de ese mundo al que ningún mortal de la
colina silenciosa se atrevería a ir.
Logré romper el hechizo del cerro y la ciudad al pie de éste desapareció
esfumándose como vapor. Las luces, como almas que se van al cielo, desaparecieron de
mi vista y la oscuridad volvió a reinar. Había pasado por la mala hora.
No pasó mucho tiempo después de que terminó aquella ilusión cuando empecé a
correr hacia el puente y hacia San Marcos, mientras que sentía que algo me contemplaba,
desde algún sitio, y mientras que escuchaba el sonido, cada vez más lejano, de los
violines y el piano. Aquella canción que tocaban me parecía, de alguna manera,
relacionada con alguna persona que tal vez haya estado conectada conmigo y que
probablemente lo sigue estando.
* * *
Esa misma noche, soñé algo extraño. Me vi a mi mismo encima de un obelisco, y
a mis pies se encontraba el mundo. Lo contemplé. Todas las cosas extrañas que le habían
sucedido desde sus comienzos… Vi, más allá, un cerro, lo vi. Era el lugar al que tanto se
referían las personas de San Marcos. Pero inmediatamente vi a una anciana yendo hacia
sus laderas y pude ver su expresión de horror. No me pregunté porqué: había dos
campanas en su cima, levitando. Después la visión se detuvo y pude ver, esta vez, cuando
la anciana hubo desaparecido, a un hombre dirigiéndose, perdido y desconcertado, hacia
el cerro. Subió por sus laderas y contempló desde su cima que había aparecido de la nada
una ciudad desconocida. Allí terminó el sueño.
Me desperté en la madrugada, sudando. “¿Qué fue eso!”, me pregunté. Salí por la
ventana y contemplé el cielo, que era de color rojo morado y tenía una apariencia viscosa.
Pero yo… yo… tan sólo me pregunté, mientras oía aquel sonido de un piano en la lejanía
-aquel sonido de una canción que combinaba la felicidad y la tristeza-, si alguien… si
alguien más había vivido también algo extraño en San Marcos… algún otro… algún
otro…
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